Actualidad Leer Feminista

Se desea como se escribe. Un comentario sobre El cuerpo, de Claudia Masin.

Por: Camila Vazquez

¿Qué es un cuerpo?, ¿cuándo existe más?,¿hay una verdad de los cuerpos? Una vez, una poeta con la que tomaba clases me dijo: “a este poema le falta cuerpo”. La sentencia era cierta. Significaba que ese poema no entregaba nada, que no tenía carnadura, como si fuera un alma embrionaria sin forma.

Yo no soy erudita, no sé mucho sobre psicoanálisis, pero hace poco escuché a Luciano Lutereau decir qué el cuerpo propio es el cuerpo de lx otrx, no porque lx otrx nos tenga, si no porque es por otrxs que constatamos nuestra propia existencia: “y que te diga: este es mi cuerpo, sobre este cuerpo/ construirás tu casa tu casa/ y la mía serán siempre la misma (…)”, dirá Claudia Masin en el poemario que hoy nos convoca. No puedo leer la idea de que un cuerpo cobre existencia si es con otrxs como la antítesis de la soberanía sobre los cuerpos, que es una de las legítimas luchas de los feminismos. Pero todxs sabemos que el cuerpo tampoco es la entidad voluntaria que se hace a sí misma sin importar los discursos que la perfoman. El cuerpo puede hacerse a sí mismo, pero ese hacerse es una lucha, una rebeldía o una sumisión. Siempre hay algo contra lo que erigirse para ser genuinx, si es que tal cosa es una posibilidad. Me gustaría poder pensar, en este recorrido, un poco más allá de lo sexual y lo genérico, que, por supuesto, son tensiones que atraviesan esta lectura, pero que, por su parte, el texto que hoy comentaremos pide superar.

Viene a mi mente otro recuerdo. Una escribe desde la experiencia y lee desde allí. Pienso en una clase de teatro: el profesor me decía que no lograba una postura neutra, que mi neutralidad era una postura rígida, condensada  en las manos y en el cuello, y que, para lxs espectadores, eso también significaba. Había una rigidez inconsciente en mi cuerpo, un temor, una protección. Parece que el cuerpo tiene sus  lenguajes.  Pero cómo tener un cuerpo soberano, cómo dejarlo desnudo, sin los discursos que lo fuerzan.

En el poemario El cuerpo, de Claudia Masin (Portaculturas,  2020), los cuerpos tienen una verdad bestial. Se desprenden del cine, ese lenguaje que funda mitos, que engendra criaturas proyectadas, cuya carnadura escapa de la pantalla para llegar al poema. Quienes nacimos en los 90’ llegamos a tener, con suerte, televisores con hendijas que servían para espiar en la infancia a los personajes que trabajaban allí, dentro de ese recuadro. Nunca lxs pude ver, no pude constatar la existencia de esxs trabajadorxs diminutxs del cine por tv, pero creo que esta analogía sirve para pensar el libro de Masin. Como si aquellxs personajes del cine clásico o independiente hubieran salido de esa pantalla, cobran aquí materialidad en un cuerpo nuevo y distinto: la poesía.  Casi podríamos decir que estos poemas tienen una voz visceral, esa palabra que se dice tanto y a menudo no significa nada. Pero aquí lo hace: quiero decir que en los poemas de Claudia emergen voces corporales. A menudo hablamos del yo lírico para hacer mención a la voz que habla en el poema. Pero esta voz no es una voz de la garganta, no es una voz mental. Las voces de Masin tienen, como decíamos al inicio, un espesor que sufre, que escapa, que desea y que ama sin piedad. Parecen fuera del tiempo de los nuevos mandatos: escatimar el amor, medir la entrega, estarse sosegadxs. Estos poemas no son una oda al amor romántico, tampoco, que de carnadura no tiene nada. Pero parecen llamarnos a la vida con su crudeza. Estos poemas tienen la fiebre del romanticismo: no, no el del amor rosado, otra vez. El gesto romántico de entregarse a la vida, de creer en su efervescencia, ¿es posible vivir así en la presunta (pos)modernidad que habitamos?

Los textos de Masin  se mueven bajo la verdad de los impulsos, porque hallan trascendencia en la vida, porque amor, muerte, deseo, revolución son los actos heroicos de estos personajes. Será por eso, tal vez, que sus personajes se perciben como bestias, animales, criaturas salvajes: “(…) Para que queríamos/ ser ceniza nosotros/ que  nos hemos reconocido por el olor/ por la sangre, que nos hemos mordido y desollado/ como criaturas que no conocen la diferencia/ entre el amor y el hambre”.  Como en el cine, como en la tragedia clásica,  sus héroes sufren -¿hay algo épico en estas voces?-. Son monstruxs, hacen la revolución, realizan sus deseos por otrxs, esperan, van a morir. Y entonces, como voces y personajes son falibles, empatizamos con ellxs. Ninguna voz viene a decir una verdad universal, ¿qué universalidad puede tener un cuerpo? Vienen a decir una verdad particular, y por eso, perduran.

Pienso que la operación de tomar voces del cine y hacerles lugar en un cuerpo poético rehúye aquí de los lugares comunes. Masin no describe las películas: por eso, aunque las hayamos visto mil veces o, por el contrario, no las conozcamos, estos poemas dicen algo nuevo sobre ellas, revelan, esa potencia del arte para hablarnos del mundo. En el poemario El cuerpo las películas son el trasfondo de los poemas, un eco, pero la manufactura propia de estos textos es proponer una nueva lectura sobre ellos, que se  enuncia siempre en primera persona. Esta última opción estética no es un gesto menor: otra vez, los poemas no describen, los poemas hacen, los poemas sienten. Masin trae a la superficie del texto algo que parece, a priori, una imposibilidad de la palabra: proveerla de corporeidad. Esto no quiere decir que los poemas solo se detengan en lo anatómico, pero sí que, en todos ellos, algo de lo enunciado resuena en el cuerpo de aquellas voces en primera persona. Como si la piel tomara la voz, irrumpiera.

Hay muchos más caminos para pensar El cuerpo. Aunque tengan dos ejes bien definidos -cine y corporalidad-, también es importante pensar en algunos rasgos estéticos de la poesía de Masin. Sus poemas son a menudos largos y digresivos, pero digresión no significa perderse. Me gusta pensar que los poemas de Masin son salvajes no por los temas que visita, sino también por su forma: versos arbóreos, largos, que nos llevan, valga tanta analogía natural, como un río por cauces distintos. Y vuelve siempre hacia el centro: la carne propia.

Entre esos virajes que encauzan las voces -los cuerpos-, se presenta a menudo la infancia. Como punto de retorno, como una forma de vida “más cierta” del cuerpo, más luminosa o genuina, como lo más preciado de la existencia. En Ondas que se desvanecen, la poeta dice: “dame lo que se pueda: quiero tu infancia/ quiero contártela yo, decirte:/ esa mañana tenías cuatro años/ corriste, eras una yegua joven, te olvidaste/ de la montura, la brida, las espuelas, hacía calor/ estabas sola en el mundo, como solo saben/ estar solos niños (…).”

El cuerpo trae a la poesía algo que parece diluido en nuestra época. Asumo el riesgo de esta afirmación, pero me parece, y esto no es un gesto matricida si no, una revisión desde adentro de mi compromiso político y militante, que estos poemas, a diferencia de aquellos de los que renegaba la profesora del taller, tienen carnadura, tienen una materialidad corporal. Rehúyen de lo que hay que decir, de la corrección, del manual del buen amor, y los cuerpos que allí enuncian muestran su herida, porque son animales. Esto no tiene por qué convertirse en una apología de lo bestial. De hecho, cuando digo bestial, aquí, quiero referirme a una condición doliente, que sufre, pena y siente, muy lejos de las bestias patriarcales que se encarnan en la vida concreta. Creo en la potencia política de una poesía menos domesticada, y con esto quiero decir, menos prudente. Si el arte puede alojar la sombra del mundo, este poemario resguarda la densidad de las pasiones, de existencias que no pueden no sentir, que se desgarran, que admiran y aman sin restricciones, porque son animales o niñxs -incluso cuando son adultxs y humanxs-, identidades que han fugado del gesto civilizatorio y enuncian en un lenguaje que no resiste correcciones: el cuerpo no miente.

 

***El  título de esta nota corresponde a una frase de Marguerite Duras.

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