Leer Feminista

¡Herborice!

Notas de lectura sobre La idea natural, de María Negroni (Acantilado, 2024)

por Camila Vazquez

Casi a la par que construye la casa en la que vive hasta hoy, mi papá me construye una de madera para mi tamaño. La casita, que es blanca y verde, linda con el monte y es la sede de mis múltiples experimentos y de mis conspiraciones. Me gusta idear juegos que duren semanas y convencer a mi vecinita de que esta y no otra es la mejor opción para divertirse. Todavía no sé que esa casita se pudrirá con la lluvia, como mi propia infancia. Por eso, mientras dura, funciona como célula anarquista de la niñez: allí crecen los más variados mosquitos gracias a los experimentos que dejamos en maceración. Extractos de savia de diente de león, en el mejor de los casos; trituración de zarzamoras; tubos de ensayo y frascos los más variopintos con tinturas extraídas del algodón que yace en el centro de los marcadores. Su corazón de tinta iridiscente.

Cuando el tiempo de científicas se agota, somos criaturas nómadas que hacen una choza en el montón de álamos frente de la casa de mi vecina. Luego, guionistas de radio novela grabada en cassette; aunque la mayor parte del tiempo vendemos cuarzos a los turistas. También, niñas exploradoras; veterinarias voluntarias que ningún animal solicita; cuidadoras de palomas, sepultureras de mojarritas robadas de la acequia; chamanas incipientes de la siesta. Siempre hace frío y hay sol. El aire es seco y claro. No pensamos en la naturaleza porque estamos en ella. Los padres duermen.

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La autora, Maria Negroni

 

Estas notas se escriben en el recuerdo. Lo hacen a la par de la lectura de La idea natural, acaso un libro de ensayos de María Negroni, recientemente editado por Acantilado. Un objeto bello y chiquito. Un breviario de biografías, una enciclopedia de figuras abocadas a la naturaleza, perfiles, cartas inventadas, un archivo sobre los herbarios, los poemas, los diarios, las ideas y manías que naturalistas, poetas, ilustradoras, directores de cine, científicos, fascistas y revolucionarias han tenido desde el siglo I a.c hasta la actualidad. Una tiene la sospecha de que debe haber un criterio científico en esto. Pero no: el libro es, ante todo, un artefacto artístico. Una manufactura literaria que, no por eso, descuida el hilado de las obsesiones que considera fundamental en cada caso. Desde Lucrecio, pasando por Henry Thoreau; hasta Emily Dickinson y Eduardo L. Holmberg, Ángel Gallardo y Mike Wilson. También: Ludwig Wittgenstein y demás personajes reconocidos por otros elementos no necesariamente “naturales”.

Como la naturaleza ha sido asunto de las ciencias naturales, las lectoras tendemos a pensar -a descuidar- que en este pequeño caos qué es el libro -caos como elogio-, además del tiempo, hay otro orden. Esto es lo mismo que sospechan sus personajes: que hay orden. O bien: hay que ordenar este caos que es aquello-no-humano. Las lectoras descuidamos -porque aún confiamos en el discurso del progreso- todo lo que de intuición hay en la ciencia, todo lo que de arte hay, todo lo que poesía. Muchas veces poema, este libro imagina cómo sería la carta de un filósofo retirado en el bosque, cómo la entrevista a un músico experimental, cómo el documento sobre rosas bajo los ojos de la escritora, cuáles los vínculos entre revolución y herbario en la biografía de una feminista marxista y cuáles las extrañas y oscuras coincidencias entre los puristas del mundo, los fascistas, y su amor por la naturaleza como escencia.

Pero la naturaleza es lo que rebasa. Aquel caos incontrolable y, por eso, a lo largo de los siglos, parece decirnos Negroni, ha dado estas volteretas más parecidas al deseo que  a lo clasificable y ha hablado su lengua lírica en cada naturalista loco. Así es que este libro es medido y bellísimo en su confección. Capaz de decir: Cada flor tiene su idea. Esa idea es un apetito. Pero lo poemático es además un modo de reparar no únicamente en la obra de este montón de maníacxs de la naturaleza. También es su mirada. La autora dice en el prólogo a esta edición que le interesa no la naturaleza como tema, sino el discurso de la naturaleza, las ideas que sobre ella se han construido.

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Tengo una infancia influenciada por Animal Planet. Cuando en 2001 el éxodo político nos trae hasta Merlo, esa ideología naturalista efervesce. Mi hermano es un niño apasionado por las aves rapaces. Las últimas vacaciones que pasamos en familia, antes de la crisis, vemos un águila mora en Villa Alpina por primera vez en la vida. Él grita su nombre, lo sabe porque lo ha estudiado en varias enciclopedias, porque llevo un cuaderno con anotaciones y dibujos. Yo no sé lo que es un herbario. Tengo cinco años. Mucho menos un insectario. Pero cuando es la hora de la siesta a menudo leo El libro Anteojito de lo sorprendente, una mezcla de enciclopedia-folletín que se rellena en diferentes secciones con sticker por entregas. Estoy obsesionada con el mariposario de ficción. Las calco a contraluz en el vidrio de la ventana. Cuando tengo suerte, uso papel manteca hasta que me salen solas. También dibujo caballos, muchos caballos. Tienen ojos inmensos, son una cruza entre dibujos animados japoneses y un arte naive que se manifiesta en mí de manera natural.

Después viene la orientación en Ciencias Naturales en el secundario, el abandono de estas disciplinas por las carreras en Humanidades, las ciudades, la nostalgia, los libros de poesía en honor a aquella forma de estar viva que jamás volverá.

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Queriéndolo o no, y cosechando  un romanticismo manifiesto por las ideas naturales, podemos decir que este La idea natural reúne las fuerzas sensibles y científicas que lxs humanxs hemos volcado hacia eso otro fuera de nosotrxs. ¿Por qué representamos a la naturaleza?, ¿por qué proyectamos en ella sentidos sagrados o leemos allí sistemas?, ¿por qué, en esta época de profundo colapso ambiental, crisis climática y consecuencias del extractivismo, insistimos en  leer, escribir y pensar la naturaleza? María Negroni, que se asume como alguien más cercana a las ciudades, sostiene en algunas entrevistas que aquello que nombramos, como la madre en nuestros primeros atisbos de la lengua, es aquello que perdimos, un reconocer lo que está fuera definitivamente fuera de nosotros. Hace varios años que pienso que, quizás, los discursos interespecies de la época tienen que ver con una elaboración lenta de un mundo que matamos.

Pero volvamos al texto. Comentamos más arriba algo sobre el efecto enciclopédico en la escritura de Negroni. En La idea natural la autora logra hacernos pensar: ¿es posible que Clarice Lispector haya dicho esto sobre las rosas? O: ¿es real que el viejo Wittgenstein escribiera una carta que empieza así: Querida vieja bestia?  Preguntas por demás fútiles, en tanto nos dejan  en un lugar gracioso. Como esa gente que mira películas de acción -cuyo género se basa, más que nada, en los artilugios improbables de personajes chorreantes de virilidad- y tienen el afán de deschavar el pacto de ficción: ¡pero no se despeinó ni un poco! Quiero decir que, en este aspecto, Negroni se parece a Borges. Sobre todo cuando este último incluye sus notas al pie, sus muchas menciones a una bibliografía universal  a menudo imaginaria y cuyas referencias nos dejan, bastante seguido,  en el lugar de la ignorancia. Estamos ante el efecto enciclopedia. La sensación de que los discursos sobre la naturaleza implican un saber más que una sospecha. Pero este breviario de las figuras empecinadas en la idea natural supera, además, ese gesto y exhibe su propia artificiosidad cuando elabora el poema, la sentencia, la anotación que sus personajes olvidaron escribir. Otra consecuencia del efecto enciclopedia reside en clavar el aguijón del deseo: una es tan humana que tiene sed por nombrar el caos. Así, aunque no sepa quién fue Elisée Reclus, se descarga el libro Historia de un arroyo. Aunque no sepa que Rosa Luxemburgo se rebeló de la prisión escribiendo un herbario, va y busca el texto editado en alemán -incluso aunque no sepa alemán-. También mira el corto de Pelechian pero abandona toda búsqueda pronto,  para volver a la enciclopedia. A esos perfiles precisos, claros y levemente líricos.

La enciclopedia es una máquina del deseo: ofrece una pizca del saber, abre ventanas y pasadizos hacia un ángulo del conocimiento, como si nos empujara hacia la investigación, hacia la caminata, hacia a la vida en las cabañas, hacia los diarios y los jardines. Como si nos prestara la llave para entrar a aquella otra enciclopedia de dios: naturaleza. Vastedad salvaje y extraña: ¿por dónde empezar?

Entre las figuras y pasajes que más me conmovieron se encuentra el sueño de los caligramas botánicos de Carl Lisson Linnaeus; las amistades vegetales y el verbo herborizar de Rosseau; un occidental que quiere vivir como los indios Puri -es decir, Henry Thoreau-; los muchos naturalistas cercanos a Darwin que  entramaron en sus diarios la leyenda de nuestro país indomable y bárbaro, lleno de aves, hormigas y criaturas increíbles; las citas textuales de los diarios de lxs naturalistas, pero, sobre todo, sus lecturas sobre el bosque. ¿Qué es un bosque sino un evangelio mudo? dirá en algún pasaje la autora.

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Estoy segura de que la lectura me afectó el cerebro como al Quijote y que, algunas veces como a este, me ocurre el continuum lector con la experiencia vital. Terminé las últimas páginas de este libro junto al arroyo El Zonzo, de visita por las tierras de mi infancia, un día hermoso de invierno. Es decir con sol total y frío seco en la cara. Tomé una foto del pasaje de Rosa Luxemburgo porque se citaba la Historia de un arroyo, que después leí de manera dispersa, porque me conmovió que fuera una mujer feminista una de las figuras que desmientiera el vínculo perverso entre fascistas y naturaleza, como una redistribución revolucionaria de la naturaleza y una unión de la lucha política y las fuerza poéticas que tiene el mundo por fuera de los humanos.  A menudo tengo el sueño de Thoreau: dejar la ciudad y escribir en el silencio las cosas que ya escribo, en las que casi siempre hay un vínculo afectivo con esa aquella zona perdida: ¿la naturaleza o la infancia?

Es cierto, las lectoras performáticas somos risibles ¿Qué podemos hacer, que no sea nombrar, para estar entre las fuerzas vivas del mundo y no en el eco de su nombre como alguna vez estuvimos?

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