Notas de lectura sobre Diario de novela de Sabina Urraca (Bosque Energético, 2025)
por Camila Vazquez
Mi primera mentora literaria no fue ni una docente de lengua y literatura ni una escritora en sí misma sino una señora que tejía en telar. Su nombre es Alba, una artesana de los tejidos que tiene su taller Viracocha al pie de las sierras de los Comechingones. Alba es una amiga de mi mamá y mi papá y también fue amiga mía aquellos años de tejido. Mis papás también eran artesanos por entonces e integraban una especie de cooperativa llamada Circuito de Artesanos. Yo me crié un poco entre las reuniones de alfareros, tejedoras, artistas de la cartapesta, el dorado a la hoja, hacedores de cuchillos y otras técnicas increíbles. Lxs hijxs de lxs artesanxs éramos también un poco amiguitxs. Recuerdo que una vez, en una reunión de artesanos en Cerro de Oro, lxs niñxs jugábamos en el monte y yo me desgarré las costillas por tirarme de la rama de un árbol: viví con ese dolor algunas semanas en completo silencio. Un poco, para que mi mamá no me retara; otro poco, por vergüenza: era tan torpe frente a esxs críxs acostumbrados a la aventura pinchuda. Nada más humillante que ser una reciénvenida, una citadina.
Por alguna cuestión insólita, yo había querido aprender a tejer, entonces mis papás me mandaban algunas tardes al taller de Alba, que después de cada lección me regalaba toda clase de lanas finísimas, azules, violetas, tornasoladas. Con esos restos yo hacía trencitas para vender a los turistas. Había inventado un emprendimiento que se llamaba Inti Cami. En el valle, todo llevaba un nombre originario, como el taller de mis papás, Charava, que significa Sierras Grandes en lengua camiare. Yo sabía que Inti era el sol de los Incas y Cami, mi sobrenombre. Lo cierto es que no fui una buena alumna de tejido. Lo que más me gustaba era ir a visitar a Alba, a su marido Manuel y a su perro Troilo. Eran como una especie de abuelos en el nuevo hogar. De aquellas clases, aprendí tres cosas: algunos puntos de macramé (que aplicaba naturalmente en mis pulseritas); el punto santa clara; y el punto jersey. Aunque no persistí en el oficio, lo más importante fueron las clases de literatura que recibí mientras aprendía .
Alba sabía que había en mí un deseo total por contar historias. Entonces ella, que es una mujer muy culta, recortaba de las revistas consejos de escritores para hacer literatura. Una vez, me entregó una carpetita con folios. En cada uno había recortes de una autora que decía tener El Método para la construcción narrativa. Centraba su propuesta en la categoría de personaje y promovía lo siguiente: hacer un archivo de personaje hasta conocerlo a fondo. Anotar allí todo sobre él: signo zodiacal, dolores más profundos, comidas favoritas, frase recurrente. Solo así se podía, entonces, escribir una historia.
Lo cierto es que también fui una mala alumna en la aplicación del método, sobre todo porque el método es algo que me falta. Me muevo, a menudo, por el pulso del deseo que es arrollador, caótico y muchas veces se estanca en su propio ímpetu. Sin embargo, aquellos preceptos quedaron en mí como un reconocimiento: alguna vez yo también podría ser una novelista. Ahora que estoy terminando una, que tiene forma amorfa y desordenada porque está hecha en base a sucesivos sueños, una novela en la que la trama se disuelve y siento que fallo a siglos y siglos de género novelístico, caigo en la lectura del Diario de novela de la escritora española Sabina Urraca y un estado semejante al de las preocupaciones que tenía en mis clases literarias de tejido revive: el entusiasmo no solo por la escritura en sí, sino por las ideas en torno a la escritura.
En Diario de novela Sabina Urraca nos cuenta el trasfondo de la escritura de su novela El celo, un texto que aún estoy leyendo. Debo confesar que esa experiencia menos clara que la novela en sí, es decir, el proceso de su escritura, sus ideas, su tedio, las locaciones en las que escribió, sus trabas y sus sueños me convocaron aún más que la novela en sí misma. En un registro lleno de humor e ingenio, ese tono que habilita el diario porque, aunque se hace público, está muy pegado a la ocurrencia, al pensamiento, a la idea sin elaborar (¡qué hermoso material la idea en bruto!) Sabina Urraca hace la novela de la novela. Es cierto que tuve envidia al leer: la escritora ubica su diario en dos locaciones. La primera, en la residencia Finestres en Cataluña, donde Truman Capote escribió A Sangre Fría; y la otra en Madrid. En ambas, el diario registra la parte previa a la publicación de la novela, incluso de su edición: el momento de escribir. De las locaciones, solo envidio la primera. La posibilidad de estar suspendida, escribiendo, exiliada de todo lo demás: qué delicia y qué tortura. Este libro me resultó mucho más útil que cualquier manual de escritura creativa producido por varones de escuelas neoyorquinas, sobre todo, porque trabaja con ideas, con atisbos, con esos chispazos en los que a veces parece hablar eso que se experimenta, exista o no, como inspiración. La escritura de Diario de novela parece estar atada a la ocurrencia, casi como si la idea se fuera escribiendo a la par de su manifestación. En el medio, chismes literarios, rutinas de escritura, ir al parque con la perra, ir a fiestas, pensar en las palabras, conflictos familiares. Pero en el centro de todo la escritura de una novela. No la novela, sino su escritura. Su manufactura.
Marqué con ahínco los momentos del libro en los que la autora se refiera a la trama: la acción de la novela, ese fardo insufrible, dice. O bien: me interesan el chistecito, la anécdota, el pensamiento, la frase suelta. Diario de novela, según yo lo leo, trabaja con ese material imaginario que parece ser el residuo o la memoria de una experiencia creativa, pero es, quizás, el motor de ese entusiasmo extraño que nos lleva a escribir. La autora también registra todo eso otro que no es estar sentada frente a la computadora pero constituye también la crisálida de la escritura, su lana finísima, una parte de su espíritu: quedarme quieta y escribir es ir contra mi tendencia natural. Mi tendencia natural es caminar buscando un jabalí, y en el paseo escribir un libro en mi cabeza, sin llegar nunca a trasvasarlo al exterior. Ofrece algunas máximas centrales, como no tomarse tan en serio la propia escritura. Única manera, dice, de arrancar a escribir y olvidarse de que lo estamos haciendo. Y confiesa algo crucial, que también subraya Federico Falco en la contratapa: que escribir un libro es estar en un estado semejante al enamoramiento. Ella lo dice así: ojalá el libro me importase menos. Pero me importa muchísimo. Es como alguien de quien me he enamorado. Cuando hablo con ese alguien, me atenaza la timidez, me siento fea y hago gestos raros, forzados. Imposto una voz que no es la mía. Me voy contracturando. Se me engrasa el pelo. Así es como se escribe este libro. Cada línea es real: sobre todo, la del engrasamiento del pelo. Una se pone grasa cuando escribe. Digo, en esos gestos primeros. Una escribe por demás, se excede, comete torpezas con el texto. Por eso, a todo momento de enamoramiento escritural, le cabe una desilusión. El momento de corregir, cuando las ideas en bruto dejan de ser esos fantasmas brillantes que viven dentro nuestro y cobran materialidad a base de trabajo: quitar, reubicar, reescribir, disciplinar. La parte que requieren las ideas, inocentes y hermosas, para existir como palabras, para salir de la crisálida, para pasar de los filamentos a la mariposa (o, casi siempre, a la polilla). Urraca (me encanta su apellido, tan ovíparo) se detiene también en la insociabilidad. Ese rasgo casi intrínseco que exige, en algún momento, la escritura del libro: no se puede estar todo el tiempo para afuera. Para que exista, sí, es necesaria la reclusión. Incluso en los momentos más divertidos una llega a pensar, como dice ella: por vuestra culpa no soy capaz de terminar el libro. Lo más hermoso de este texto es esta invitación a hurgar en ese material radiante y desordenado de las ideas, a hacer algo con ellas: lo que más me interesa de escribir es soñar con lo que escribiré o tener ideas fulgurantes, apuntar escenas. Y esto es justo lo que hace ella en este libro: anotar ideas de cuentos, futuras novelas, formaciones rocosas preliterarias.
Entonces, en aquellas clases de tejido, Alba me estaba enseñando a tejer una crisálida para mis libros. Como este estado al que refiere Sabina Urraca: la potencia de las ideas nuevas que todavía no podemos mostrar, su muerte constante, su duelo, su abandono, su transformación. Oh, hermosa crisálida, secreta, íntima, potencial. Cuando las ideas todavía no se despliegan. Cuánto vamos a extrañarte, crisálida, cuando seas insecto material, fuera del estado del sueño, de lo sutil, de lo imaginario.