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La justicia no tiene cara de mujer

La destitución de la jueza Makintach abrió una discusión muy interesante en el grupo de WhatsApp que reúne a mujeres profesionales del ámbito de la seguridad y la justicia (Amassuru). Un debate que empezó por este caso, pero que en realidad lo excede: ¿hay un doble estándar para evaluar el comportamiento de varones y mujeres en cargos públicos? ¿Señalar ese doble estándar equivale a justificar lo que hizo la jueza?

Por Titi Isoardi. Especial para La Marea Noticias

Nadie busca relativizar sus decisiones ni poner en cuestión la potestad institucional de sancionarlas. Las reglas existen y deben aplicarse. Pero sí vale la pena detenernos a pensar cómo se sanciona. Porque cuando una mujer ocupa un cargo históricamente masculino, las medidas  disciplinarias adoptan otro tenor. Lo que en un varón sería un sumario, un pedido de corrección o, en el peor de los casos, la aceptación de una renuncia, en una mujer se convierte velozmente en un fallo moral, un “caso testigo”, un mensaje al resto: miren lo que pasa cuando una mujer transgrede, se equivoca o desafía el orden establecido.

En el caso Makintach se suma, además, la presión del juicio por la muerte de Maradona: un escenario hipermediatizado que encandila tanto como destruye. Las mismas luces que deslumbraron a la jueza con la idea de protagonizar una docuserie terminaron magnificando cada uno de sus errores. La espectacularización de la justicia, como en todo ámbito, distorsiona lo que toca.

Más allá de este caso, me interesa reflexionar sobre el doble estándar. Las mujeres en el espacio público son evaluadas no sólo por lo que hacen, sino por cómo deberían comportarse según estereotipos todavía vigentes. Cargan con un escrutinio moral extra: si son firmes, “se les subió el poder a la cabeza”; si son flexibles, “les falta carácter”; si son directas, “soberbias”; si dudan, “inseguras”.

Especificamente en el ámbito judicial,  siguen pendientes jurys por conductas gravísimas de jueces varones: hay acusaciones de acoso, abuso sexual, de vínculos con el narcotráfico, de tráfico de influencias. Son muy conocidas y seguimos esperando sanciones.  Sin embargo, a una jueza joven, con minifalda, sobreactuación mediática y comportamientos claramente inapropiados, no se le acepta la renuncia: se la juzga rápido, se la destituye y se la exhibe como advertencia en el foro mediático, en los colegios profesionales y hasta en boca de abogados cuya honestidad es, para ser suaves, discutible.

El sistema ofrece a los varones una gama de salidas intermedias: cajoneo de expedientes, retiros anticipados, traslados, sumarios eternos. A las mujeres, en cambio, la caída suele ser más abrupta, más pública y más ejemplificadora. Sobran casos: mujeres con sanciones más severas que las aplicadas a varones involucrados en hechos muchísimo más graves.

Por eso la destitución de Makintach revela algo más profundo: la facilidad con la que el sistema judicial expulsa a una mujer cuando resulta disruptiva. No se sanciona sólo la falta: se sanciona la “clase de mujer” que encarna. La pregunta, entonces, no es si debía ser sancionada, sino por qué la sanción fue tan veloz, tan pública y tan pedagógica

No se trata de justificar ni, mucho menos, de avalar la impunidad. Se trata de reflexionar sobre el funcionamiento de aquello “no escrito”: la manera en que el sistema sostiene una jerarquía simbólica que define lo que “corresponde” a mujeres, varones y diversidades. Existe un doble estándar moral en todas las esferas de la vida social, incluida la justicia. Los errores de las mujeres adquieren un valor distinto, porque se las supone naturalmente buenas; cuando fallan o contradicen esa expectativa, el castigo debe ser ejemplar.

Ojalá la destitución de Makintach sirva para algo más que cerrar un capítulo. Ojalá nos obligue a revisar ese doble estándar que convierte las faltas de las mujeres en escándalos morales y las de los hombres en meros trámites administrativos.

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