Leer Feminista

Bramido de río, rugido de tigra

Notas de lectura sobre Sofoco, de Laura Ortiz Gómez.
por Camila Vazquez

Cuando estaba cursando literatura latinoamericana II en la Universidad Nacional de Río Cuarto, estudiaba bajo el efecto de la música de revolución. Piden tierra y libertad, como Emiliano Zapata/ y a lomos de su caballo toda América cabalga./ Los hijos de mil derrotas, y su sangre derramada,/ van a reescribir la historia, y han empezado por Chiapas dice una canción de Ismael Serrano, que fue para mí la primera literatura de revolución. Conocí ese tema cuando tenía cuatro años, por medio de una casete de mi papá. El disco se llamaba Atrapados en azul. Por ese disco, también, aprendí quién fue el Che Guevara. Mi papá cantaba una canción sobre padres que cuentan historias: Papá cuéntame otra vez esa historia tan bonita/ De aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia/ Y cuyo fusil ya nadie se atrevió a tomar de nuevo/ y cómo desde aquel día todo parece más feo. Por entonces ya me sonaba a música de bribones y gente con boinas y estrellas rojas golpeando la mesa, resguardados o hundidos en la espesura de alguna selva. Pero para cuando ya era toda una chica universitaria y me preparaba para rendir Latinoamericana II, esa música me revivía aquel fervor iniciático por la revolución. Leía Pedro Páramo, de Juan Rulfo y El llano en llamas. Me maravillaba con las voces campesinas en el texto, con la oralidad viva de un pueblo que no conocía entonces ni conozco aún, pero que escuchaba, como si me soplara al oído.

Le soplas un taco de aire seco, definitivo. El ave parpadea, grandes cortinas de piel y noche. Y se va.

Tú sabes qué has hecho algo olvidado. Que corres peligro. Que ese soplo que acabas de inventar puede desenterrar cosas que ya no quieres saber que sabías. Así comienza el frío o el fin. Que hablar con animales llevó a todos a la muerte, dice sobre otros soplidos Laura Ortiz Gómez (Bogotá, 1986) en su libro de cuentos Sofoco, editado en 2021 por el sello argentino Concreto Editorial. Laura reside actualmente en Buenos Aires. Estudió Literatura en su país natal y antes de ser escritora, según cuenta en varias entrevistas, fue mediadora de lectura. En comunidades rurales, escuchó la literatura popular de les campesines, sus canciones, sus mitos, sus anécdotas. Luego devino escritora. ¿Será por eso que sus cuentos cantan?

Di muchos rodeos sobre si escribir esta nota o no hacerlo. En primer lugar porque no soy una persona viajada. De Latinoamérica apenas conozco algunas costas de Brasil. Vengo de una familia de trabajadores para quienes la vacación, después del 2001, es un lujo innecesario. En segundo lugar, porque este libro que hoy comento con ustedes, trae el curso subterráneo de los ríos escondidos y en ellos los muertos, y en ellos la historia de la revolución y la guerra de un país. Opinar sobre los conflictos políticos de otros países sin interiorizarse en ellos, es, además de una postura de moda en redes sociales, un gesto un tanto violento según mi mirada. Escuché muchas entrevistas que le hicieron a Laura. La escuché renegar de ser otra escritora que escribe sobre la guerra. Luego la leí escribir una guerra llena de personajes de los más tiernos, de lo más hostiles, de lo más humanos. La escuché, también, señalar a Rulfo como un escritor admirado. La leí después en esa herencia de parias, la leí en la voz de la gente pobre. Revisé varias notas y textos desde la visión del campesinado sobre el tratado de Paz, las FARC, la guerrilla en Colombia, y aunque mi ideología siempre me sitúa del lado de les trabajadores, opino que el gesto político de esta nota será traer esa historia desde las operaciones literarias que, en el texto, hacen ingresar a esos campesinos febriles, a esos líderes políticos olvidados, a esos indios, a esas sepultureras, a esos analfabetos, a esas revendedoras, a esos amantes, esos gualichos, esos boleros. En parte porque, es justo decirlo, no soy especialista en materia internacional. Otro poco porque lo que tengo para ofrecer en estas notas es un puñado: esta lectura. Pero aquí vamos, ataremos estas puntas que parece que divagan y lo hacen, pero se juntan. Ya verán. Dijimos, revolución, campesinos, boleros. Dijimos contexto político y a eso vamos.

A lo largo de los nueve cuentos que conforman Sofoco, ese nombre de asfixia y calor, Laura Ortiz Gómez rescata de las voces de sus personajes la dulzura, la pena, la miseria más grande. En Un toro bien bonito, Jeremías, un hombre analfabeto, aprende con minucia las letras del abecedario para descifrar una carta de su madre que contiene un secreto como un derrumbe, al decir del narrador: Entonces diseña un plan. Bajará todos los días a Chita con una sola palabra y buscará quien la lea. De a poco y memorizando, sabrá qué dice la carta. No llegaré aquí a comentar puntillosamente cada texto, pero traeré al centro de esta nota algunas de esas voces para que las oigan.

Como ocurre con los buenos libros, una ignorante como yo puede ingresar a ellos y entender que, en los subterfugios del sentido, estos cuentos tejen una atmósfera densa. Llegan muertos por los ríos, los ríos se secan, los ríos se desbordan: Los míos siempre llegan tiesos. Con una timidez rara, porque son muertos de río. Están ablandados y rígidos. El agua les llena los pulmones, y cómo pesan. Pesan más que la consciencia, dice Aita, la animera más entrañable de todas. Las lectoras conocemos tanto a las sepultureras que limpian a los muertos, los ponen lindos para su tumba, resguardan su descanso; como a los suicidas del río: Vas a morir, Flowe Jair. Desde que comenzó este cuento lo sabemos, afirma el narrador en segunda persona de Esperando el alud, un cuento maravilloso por su lirismo, por su voz de río, por su potencia política sugerida de a retazos, con sutileza. Conocemos la percepción ¿alucinada?, ¿o debemos decir alucinante? de estos personajes de una Colombia de monte, que urde un mito religioso con la sangre de sus líderes muertos: (…) en el ritual decían que la culebra es sabiduría, es la Cacica Gaitana o Angelina Güeyomús matando blancos a piedra limpia. Los tiempos se pliegan en los gualichos: Ay, Marita, el amor es una paradoja temporal dice Ricardito, un hombre desesperado y esclavo de su deseo sexual;  los tiempos se pliegan pisando la muerte: Yo, que soy el odio vivo, tengo quinientos años dice el narrador de Parto de vaca. En Sofoco, los narradores se confunden con los animales, con el Río Magdalena o el Río Cauca, se entremezclan: Sueño con la tigra (…) y ella me habla con los ojos, oigo su voz de tigra dentro de mi cabeza. Me dice qué no quiere estar encerrada porque no cometió ningún crimen, que las cárceles son para los malos. Quiere estar en el monte, comer chigüiros, venados y tapires. Quiere rascarse el lomo con los árboles, buscar el amor y rugirle al viento dice la voz de la niña de Tigre americano: Panthera Ohnca.

¿Por que se seca el río? ¿por qué trae muertos?, ¿de quiénes son esos muertos?, ¿por qué se fugan?, ¿por qué se hacen con el monte una misma cosa, amalgamada y salvaje? No contestaré estas preguntas. Los textos de Laura tampoco lo hacen y no es requisito, para ingresar al texto, poder resolverlas. Más bien, atesorarlas en el lado sensible de nuestra ideología, dejar que se alojen y resuenen allí, que podamos asociarlas con las memorias de nuestro bagaje cultural, ese que llevamos como un secreto por ser ciudadanes de nuestra Latinoamérica.

Los cuentos de Laura Ortiz tejen una política de la literatura sugerente. No están allí para “bajar línea”, están allí para contar desde una sensibilidad desgarradora, sin menospreciar a les lectores. Sin historizar. Haciendo más bien viva esa historia en personajes complejos, abandonados, pobres, olvidados, precarizados, marginadísimos. La política que tejen está hecha de la potencia de la época. En el corazón de estos cuentos, eso que late por debajo de las capas textuales, hay un sentido ecológico que crece. Sofoco es un libro bellísimo por la precisión de esos personajes diversos que reconstruyen, a cuenta gotas, una Colombia de guerra, la resaca de la revolución, sus hijos de mil derrotas. Pero sus personajes son mucho más que la guerra: sienten, aman, desean, cantan. Sus personajes cantan con la Negra Sosa sus promesas para la tierra y con Julio Jaramillo las penas más crudas del desamor. Cantan con Charly García y reconstruyen, a la vez, todo un imaginario setentista, todo un sueño de patria grande, toda una época y sus brazos hacia la actualidad como larguísimos tentáculos. Cantos y revolución, una genealogía hecha de cauces que me traen hasta este libro.

Sofoco es un libro bellísimo porque esa política de la literatura, ese compromiso con les campesines, con la memoria, con la tierra, no son un panfleto. Estos ejes aparecen aquí como parte de una cosmovisión. Desde una mirada eurocéntrica podríamos decir que mágica. Pero quisiera repatriar magia para decir conjura, para decir mito, para decir dioses. Para que dioses, mitos y conjura se religuen con la revolución. Quisiera repatriar magia de las garras de los academicismos para leer más allá de los reductos de tal o cual subgénero narrativo. Les estudioses nos dirán en cuál de esos géneros se enmarca, pero yo me inclinaría por pensar que eso que parece alucinado, es más bien una sensibilidad territorial e histórica, que los discursos blancos y europeizantes quisieron arrancarnos, y ahora vuelve, como en los antiguos mitos, con la fuerza de la oralidad, con la fuerza del símbolo, como una maravillosa jagura, como río enfurecido.

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