Leer Feminista

Cómo convertirse en caballo

notas de lectura sobre El buen mal, de Samanta Schweblin (Random House, 2025)

 por Camila Vazquez

¿Qué lazos nos tiende el mundo para quedarnos de este lado, es decir, para seguir vivas, para no querer morir?, ¿cuántos de ellos tienen la forma de lo peor, de lo más bajo?; ¿qué parte de ternura hay en la torpeza con la que tratamos a las personas más amadas?; ¿cuándo el amor se vuelve algo tan extraño que perfora tiempos y espacios?; ¿cómo conviven en el recuerdo el humor, la risotada de la infancia y el trauma?, ¿cuán pegados pueden estar aún en la memoria?; ¿qué dobleces descubrimos en la lengua y cuánto de lo que en ella desandamos nos enfrenta al absurdo? Pasé diez años sin leer un libro de cuentos nuevo de Samanta Schweblin. Pasé, sin embargo, diez años releyendo todos sus cuentos, su prosa exacta, su delicadeza aún en lo mórbido. Ahora que leí El buen mal, su último libro de cuentos, tengo el cuerpo  tomado por una sensación de profunda extrañeza: estos textos son raros, son crueles y hermosos. Una no puede predecir hacia dónde se dirigen, son ciertos porque son absurdos.

De entrada, en Bienvenida a la comunidad,  hay una mujer que se hunde en un lago con piedras en los bolsillos. Vuelve a con olor a algas a su casa de aparente country (una locación muy schwebliniana) y no entiende por qué. Quiere morir. Quiere responder al lago. El lago es como una fuerza gravitatoria que parece tragarse a las mujeres como ella, tan parecidas a los vecinos que odia, a los más crueles, a los cazadores. No hay por qué seguir viva, entonces hay que encontrar una excusa: la culpa. Este cuento es sombrío y surreal y alcanza unas imágenes de belleza  sutil: la escena inicial de la mujer suspendida como una Virginia Woolf cualquiera, como una Ofelia de Shakespeare, nos devuelve a ese viejo sentido que recluye a las mujeres hastiadas al suicidio.  Le sigue otro cuento, Un animal fabuloso, en el que la muerte accidental  de un niño genera una suerte de transmigración hacia un caballo de algún carrero en Hurlingham (este es el libro más argentino de Samanta, que desde hace años vive en Alemania y es traducida a múltiples idiomas, el libro  en el que más se le filtra el territorio: en la lengua de sus textos y en sus locaciones). Un texto sensible que nombra el amor inútil que podemos entablar adultos con niñes ajenos, mi favorito de este libro por nombrar esa espesura singular que hay en los ojos de los caballos y por narrar todo eso otro que las grandes capitales parecen negar, pero ocurre a pocos kilómetros de su núcleo: la gente pobre trabaja con caballos: “¿Y qué querés ser?”. “Quiero ser un caballo”, responde el niño a la amiga de su mamá, mucho tiempo antes de morir. Pero no freno: después viene el cuento de la residencia de escritura, William en la ventana (este libro es el primero de la autora que incorpora al oficio de escribir como una zona profunda de sus textos), en el que el amor vence toda espacialidad y traslada gatos muertos y revelaciones entre los continentes. A continuación, siguen tres cuentos largos. De esos que hacen que los periodistas le pregunten a la autora: ¿y por qué no fueron novelas?, además del hecho de que, en varios de estos cuentos, asistimos al  crecimiento de los personajes en el paso de los años,  a la modificación de sus recuerdos, a lo que descubren de nuevo en ellos (hay algo en la escritura de Schweblin que puede llevar los rasgos del cuento, extenderlos, hacia zonas más difusas del género). El cuarto texto, El ojo en la garganta, es la historia de un niño que se traga una pila y vive el resto de su vida con una traqueotomía, un hueco en su cuello que le impide hablar y que hará que su porosidad con el resto del mundo, sobre todo con su padre, se diluya (este el texto más jugado formalmente, porque presenta un narrador que no puede hablar en voz alta y se narra a sí mismo el recuento de una vida hecha de agujeros). Le sigue el cuento La mujer de Atlántida, sobre unas niñas que, de vacaciones en una playa de Uruguay,  llegan a tener una poeta suicida como se tiene una muñeca. Después de profanar su casa, en la que yace borracha y con olor a sal y caracoles, se encargan de entrenarla para que recupere su Inspiración en mayúscula.  Otra vez el suicidio aparece aquí como una atmósfera, pero algo en lo que sus personajes femeninos fallan: finalmente no lo ejecutan, y, por eso mismo, podemos leer cierta traición  a aquel mundo que solo proporciona alivio en la muerte a muchas mujeres, sobre todo a las poetas. Vale preguntarse, de igual manera, qué piedra es más pesada: si la de los bolsillos en el lago o las de la culpa y, en ese sentido, si el martirio en vida es mejor. No  que es las personajes  encuentren alivio ni que haya que tener una visión moralista sobre el suicidio (es cierto, en la larga tradición de poetas mujeres, que el sucidio es a veces el reclamo de una soberanía sobre el cuerpo), pero hay en estos cuentos un aprender a lidiar en vida con los casi siempre terribles deseos.  En este cuento, como en Última Vuelta de Pájaros en la boca,  ocurre una refracción entre ejes que le interesan a la autora: las hermanas, la familia, cómo se resquebrajan esos vínculos. Un texto dulce, divertido y terrible al mismo tiempo: “¿Me ven?”, preguntó por fin.  Asentimos. “¿Y usted?”, preguntó mi hermana. Sí (…). “Pues qué milagro”, dijo ella. Preguntó si no éramos de la municipalidad. Finalmente, el libro cierra con El superior hace una visita, que es el Casa Tomada (el mítico cuento de Cortázar, del que se dijo que aquello que ocupaba la casa era una representación posible del peronismo) de esta época libertaria. Allí, una mujer rescata a una anciana senil, la aloja en su casa hasta que su hijo, el más letal de los gymbro, comete todas clase de crueldades inusitadas sobre la mujer que gentilmente ayudó a su madre, empezando por tomar habitación, muebles  y hasta huevos hasta llegar a la violencia física. Hay todo un arco de personajes masculinos que escalan en su crueldad: el vecino de la mujer del country, que despelleja conejos y caza para no suicidarse; el hombre que, en una YPF del sur, parece adueñarse de un hijo ajeno; y este, un personaje obsesionado con su cuerpo, con la superación y con hacer sufrir a otros. Mientras leo, me sorprende cuán rápido volvió a estar de moda ese tipo de masculinidad y cuánto del inconsciente colectivo recepta la literatura hasta generar textos que se emparenten con los sujetos que produce el fascismo neoliberal.

Le escuché decir a Samanta Schweblin  en una entrevista con Hinde Pomeriac que un libro de cuentos tiene que tener, para ella, un mismo núcleo emocional. Una misma dirección sensible. Al principio, no sé cuál es la dirección, pero prima un aura de extrañeza en mí, no durante segundos, sino durante días. Los cuentos son un cúmulo de energía misteriosa que, cuando nos afectan, nos dejan solas frente a lo que no se dijo: ¿esto pasó así como lo entiendo?, ¿los personajes están haciendo lo que realmente pienso que hacen?

Cuando se trata de cuentos fantásticos, pero en particular, estos cuentos fantásticos, las preguntas son dobles porque desafían nuestros supuestos más arraigados. Las categorías con las que construimos la realidad, con la que entendemos los pactos sociales: hasta dónde es normal que un adulto esté cerca de un bebé ajeno, qué sentimientos deberían tener las madres o cuáles son los límites de lo que consideramos “yo”, por poner algunos ejemplos afines a los textos de Schweblin y a las preguntas de mayor interés del género fantástico. Verán que no dudo en llamarlos fantásticos. A menudo los géneros narrativos funcionan como un forcep del mercado desde el que organizar rápidamente los textos sin complejidades. Pero, aunque durante ciertos años la crítica cultural actual quiso encasillar a Schweblin en el género terror, yo sigo leyendo en su obra cuentística una cercanía mucho más profunda con Cortázar, como ya dije hace unos párrafos,  y con Silvina Ocampo que hacen que, aunque sus textos puedan suscitar, como a menudo lo hace el fantástico, el efecto del terror, no participen necesariamente de las pautas de ese género. A propósito de Silvina, El buen mal abre con un epígrafe de ella: lo raro siempre es más cierto. Además, claro, de incorporar niñas como musas fatídicas y niños como caballos, gestos que la ubican como heredera sin igual de la gran hermana menor Ocampo.

La propuesta  del fantástico nos genera terror porque ya no son las extrañas criaturas, incluso cuando las extrañas criaturas sean los personajes, las portadoras del mal, de lo corrido, de lo que corroe la normalidad, sino que la normalidad está puesta en suspenso y nosotrxs en ella. Nos sacude el tablero de la vida diaria, organizada, pulcra, regida por la moral y la buena conciencia. En estos años de leer a Samanta Schweblin con especial atención (es cierto que llegué a escribir una tesis de grado sobre sus cuentos) pude pensar unas pocas cosas, como que  esa sensación de Gregorio Samsa, de extrema rareza que nos queda al leer sus textos es una marca de su escritura. El absurdo, en sus cuentos, suele estar allí desde un inicio, sin trampas. Pero lo absurdo no está solo en la atmósfera de incomodidad, sino en las salidas, en las derivas que toman sus personajes: una no puede anticipar lo que van a resolver, como si tardara en llegar a la rapidez con la que se mueven en medio del dolor, de los accidentes, de lo inesperado. Los cuentos de Samanta Schweblin son insólitos por eso mismo, lo raro en ellos son las direcciones que asumen los personajes, el eco que queda en nuestro cuerpo afectado justamente porque, como aquel epígrafe adelantaba, estamos frente a una verdad: somos más raros que conscientes.

A menudo hay una capa más de lo raro que se devela en los textos a partir de un recuento, un diálogo, un descubrimiento de sí mismos que hacen los personajes a través de la propia lengua, incluso cuando no pueden hablar en voz alta, como ocurre en El ojo en la garganta o como se revela en una conversación telefónica en Un animal fabuloso. Ese procedimiento que la autora desarrolla con esplendor  en su primera novela,  Distancia de rescate (2014), el descubrir en el propio discurso, como haría el psicoanálisis,  la piedra insoportable de lo extraño, es la prueba de que lo fantástico no es algo que esté más allá, en otro mundo, en sucesos improbables, sino aquí: en el propio lenguaje. Es por estos gestos que creo que, aunque los textos literarios puedan recibir muchas lecturas que conviven a la vez, la búsqueda formal de Schweblin es íntimamente cercana al fantástico ríoplatense, esa maquinaria narrativa que propulsó la Argentina desde la década del 40, incluso antes, y que nos dejó de frente a la potencia oscura de ser como pueblo capaces de una belleza unánime ( la justicia social) y de una crueldad atroz  (las distintas forma del fascismo).  Para el fantástico, pero en particular, para el de Schweblin, todas las personas, por comunes, somos portadoras de ese grano del mal que ejecutamos, muchas veces, sin saber o sin poder evitarlo.

Sin embargo, nada de todo lo que puedo escribir sobre este libro es más real que lo que lee el cuerpo. Hace unas semanas, se llevaron a la potrilla que vivió durante un año en el baldío junto a la casa de mi novio. En esta zona del país, una ciudad  del sur de Córdoba que no olvida su pasado rural, los caballos son como los perros. Durante meses la alimentamos y entablamos con ella una amistad. Una vez me mordió el brazo, pero igual le seguí dando diente de león cada vez que pude porque, aún herida, mi amor no cesó. Cuando se fue, hubo un hueco que creció en el potrero y se extendió hasta nosotrxs. Una pena densa, una tristeza impropia: ¿por qué, si no era nuestra, la quisimos así?  Aún no nos convertimos en caballos, pero descubrimos que la pena es algo fantástico, como el amor. Un acontecimiento que no tiene razones, no sirve para nada. Una no lo espera y por eso ocurre.

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