Leer Feminista

Bajo el dominio de la  calor interminable

Notas de lectura sobre El verano que no llovió, de Ju Donzelli (Elemento Disruptivo, 2024)

 por Camila Vazquez –  Especial para La Marea Noticias

 

La primera vez que lx escuché a Ju Donzelli leer fue hace tres años, en un taller de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires, cuando todavía estaba escribiendo El verano que no llovió, que es el libro de cuentos que publicó el año pasado el sello Elemento Disruptivo- una editorial independiente que busca mostrar, con un criterio federal, contemporáneo, queer y feminista un panorama de la literatura argentina actual-. Recuerdo que una compañera le dijo, luego de escucharlx, que era hermosa su tonada, que escribía con tonada, o algo parecido. Ju es de Santiago del Estero  y es cierto que su habla difiere del español más  ríoplatense, el que se habla en CABA, Rosario, La Pampa y una parte del centro de Argentina. Recuerdo también que el profe del taller paró en seco el comentario: cuidado con hacer exotismo nos dijo. Comentemos el texto. Y se generó un pequeño silencio que luego fue aplacado por la conversación en torno al cuento que hoy se llama Corazón de manzana en la que un aparente treintañero está atrapado en la repetición de etapas de su vida. Empieza así: “ Pool parte. Le escribo a esta chica que es amiga de mi primo. Nos seguimos en las redes y me cae bien. Es la una de la madrugada y le digo que es enero, el sábado del año. Responde que está con un videojuego y que no es tan cool como para abandonar el Nintendo e ir a una fiesta (…). Quién podría culparla: la sensación de ser mario, nadar bajo el agua, en una escena que conoces de memoria y sabes cómo termina”.

Con Ju y otrxs amigxs estuvimos diez días en Capital asistiendo a diferentes actividades de la Bienal, que es un premio que nuclea a un montón de artistas jóvenes de todo el país, de diferentes disciplinas. Antes y después de las clínicas, los talleres y alguna que otra fiesta, lxs que veníamos del interior del país nos la pasábamos en parques chetos de Recoleta, fumando porro y hablando de literatura, polemizando sobre el ser escritorxs jóvenes del interior, nos aunaba la sed de federación.  Los días eran  comer mucha tortilla, mucha fugazzeta y mucho flan en bodegones. No podíamos más que hacernos amigxs. Incluso llegamos a contarnos traumas, desamores, problemas existenciales. Una vez fuimos al jardín botánico y llovía, entre la obra tremenda hecha de plantas que es esa creación de Carlos Thays, vimos a dos adolescentes cogiendo como conejos, como si no hubiera mañana, solo garúa y vegetación, ellxs dos suspendidxs en el aura del sexo.  Pensamos que eso se debía a que todas las criaturas del jardín, estatuas y flores, están como exultantes, clamando por la polinización, a tal punto que esto termina por afectar a quienes por allí pasean. Esto no tiene que ver con el libro de Ju, pero sí tiene que ver con los recuerdos que tengo de Ju y esxs amigxs que trae este oficio del que se dice se hace en soledad.

En cambio sí quiero volver sobre la tonada, sobre el ser unx escritorx joven del interior, sobre los textos que transcurren en las provincias, sobre las provincias. En El verano que no llovió Ju imagina una zona afectada por la calor insoportable. Una densidad del clima que hace florecer niños entre las grietas del patio, lesbiandad en jóvenes cristianas, bichos en el chico andrógino del curso, bestias en animales domésticos  y cierta nostalgia, como dice Paula Galansky en la contratapa del libro, por esa etapa salvaje y extraña que es la adolescencia, la vida en escuelas, el deseo como una criatura deforme que llevamos entre las piernas, pero también en el corazón: “Un viernes de noviembre, en el recreo, en ronda con las chicas del curso, me preguntan cómo me va con mi novio. Yo les digo que estamos bien, pero creo que me gustan las chicas. No me parece la gran cosa hablar de eso. Algunas se ríen, otras dicen, ay, es que son tan tontos los chicos. Una dice que voy a tener que probar, y hace una tijera con el índice y el del medio (…)”.

Estos cuentos pueden ocurrir en un Santiago cordobizado,  en una frontera calurosa en la que, como sabemos, no llueve. Esa atmósfera de desesperación climática, me parece, abre el paso de lo extraño a estos textos que, de a momentos, se vuelcan hacia lo fantástico. En alguna entrevista radial, alguien dijo sobre el libro de Ju que “tiene un poco de realismo mágico”. Creo que el calor tiene mucho de realismo mágico, pero que los textos de Ju presentan, sin embargo, una aproximación mucho más cotidiana a eso que desborda lo real. El territorio tiene una gran importancia. Incluso aunque no se den referencias explícitas, estos textos parecen transcurrir, en gran parte, a la siesta, bajo el dominio de la calor interminable. La zona se filtra, sin bajadas de línea ambientalistas, en un río que se achica, cada vez más seco. Y también en forma de fuerza extraña, al decir de Lugones, en la porosidad de los cuerpos de las jóvenes, en la proliferación del chimento, en el ahogo: todo lo que asfixia un pueblo, todo lo que impugna, todo el juicio que expele. Y la adolescencia, ese fenómeno del cuerpo, cuando somos menos catalogables, nuestra voz y nuestras proporciones mutan. En los cuentos de El verano que no llovió hay compañeros del secundario que fallecieron, amigas extraviadas, pactos de juventud que dejamos de hacer. Todo ese duelo que trae crecer, que nos arranca a quienes migramos dentro del país por razones de estudio de ese vórtice sensible que son nuestros pueblos de origen, nuestras primeras fugas a los regímenes de la familia, nuestros amores descarnados, las amistades, esas asociaciones de fuego que a veces no salvan y a veces a nos condenan y todo al mismo tiempo.  La nostalgia, un clima insoportable como el calor.

Volvamos a la pregunta por el exotismo, eso que marcó el profe I. Acevedo en la clínica de la Bienal hace unos años atrás. Es cierto que, a priori, se lee a muchxs escritorxs del interior con los adjetivos del interior. Entonces, antes de pensar en sus textos en sí, se buscan rastros del origen. Esto no es necesariamente mentira, casi siempre unx escribe con su experiencia a cuestas, pero se resalta con mayor ahínco si escribís y no naciste en CABA. Por ejemplo, hace poco leí algo que  dijo Beatriz Sarlo, a quien le debemos un modo de pensar la literatura argentina,sobre Selva Almada: “Es literatura de provincia, como la de Carson McCullers, por ejemplo. Regional frente a las culturas globales, pero no costumbrista. Justo al revés de mucha literatura urbana, que es costumbrista sin ser regional» . Incluso aunque esté de acuerdo con Sarlo, sobre todo en el costumbrismo de las ciudades, la carga que trae el circunstancial de provincia parece acarrear algunos sentidos que nos dejan, sobre todo a las disidencias y a las  mujeres, fuera “del gran mapa”, en el que transcurren, por ejemplo, los clásicos. Esto no es lo que piensa Sarlo, no nos confundamos. A lo que voy es que, pongamos el caso,  no se dijo de Sara Gallardo que era una escritora de provincia por tener al menos cuatro o cinco libros que no transcurren en la Capital sino en Tucumán, la Patagonia, el sur la pampa húmeda;  por catalogar especies nativas, inventar oralidades basadas en el habla de los indios matacos, etc.  ¿Es porque Sara Gallardo nació en Buenos Aires? Parece, entonces, que el origen, como el género, se vuelven a veces explicaciones de las obras.  Por ejemplo, si la autora es trans, si es lesbiana, si es mujer se busca, muy frecuentemente, comprobar que escribe de tal manera porque es de determinado género. Es una manía de ciertas formas de lectura el querer rastrear correspondencias directa entre lx autorx y la ficción. Algo que no se hace con los varones y algo que no se hace, en particular, con los porteños. Nadie le dice: qué lindo acento tenés. Como si no tuviera, como si lo porteño fuera el género no marcado del habla en argentina. Tonada tienen todas las variedades dialectales, pero solo escuchamos algunas. Lejos de condenar ese gesto y detenerme en el ya cansador versus buenos aires-interior, quiero remarcar la tonada no como un gesto regionalista, sino como un uso situado de la lengua y sí rescatar, entonces, algo de lo que dijo Beatriz, lo situado frente a las grandes culturas urbanas. La polémica por la tonada, me parece, trae a colación la pregunta por la lengua literaria:  ¿cuándo su lengua es un estigma? Yo creo que la buena literatura nos sitúa a preguntas profundamente humanas y ahí está su poder de hablarnos entre los siglos, las traducciones, los continentes, las tonadas.Los cuentos de Ju nos presentan a sus personajes  permeados por crisis tan humanas y comunes como la pregunta por la identidad, la maternidad, el paso del tiempo, el duelo por lo perdido, el miedo a lo desconocido, a la vez que logran representar algo muy particular de esas formas de lo humano. Acaso un modo de concebir el tiempo, quizás a causa del calor, que todo lo confunde: “Un verano largo como no había desde el año del arquero. La ciudad estaba insoportable y todo parecía pegoteado, el fondo de una salsa  que has dejado mucho en la hornalla, y nosotros éramos la cebolla adherida al sartén”.

Los cuentos de Ju se sitúan en un zona y esa zona tiene un trabajo específico en lo narrativo, cierto protagonismo. La zona se filtra en ritmos, como la guaracha; en horarios, la siesta;  en insectos, como los coyuyos y lo más hermoso: en la sintaxis. Por ejemplo, un personaje puede decir “-Si quieres, venite, pero hay que conseguir fuego”. Esa forma de reunir el yo y el tú que ocurre en algunas zonas del país. Quiero decir que existen múltiples formas de narrar, que la lengua tiene sus relieves, como las zonas, y celebro que los textos los tengan, que las editoriales se encarguen de dar a leer un entramado no estandarizado de voces de un país, una literatura que no es igual a sí misma, en la misma lengua uniforme.

Para cerrar estas derivas sobre la tonada, lo local y lo universal, quiero decir que en esa aparente incursión “localidad”, Ju Donzelli logra nombrar una forma específica de la desesperación actual,  una experiencia de la época: la crisis ambiental. ¿Qué es ese calor atroz que acosa a esta zona, a estos personajes?, ¿qué es esa pesadumbre que anda dando vueltas?, ¿de qué está hecha?  Eso es lo novedoso de este libro. Se refiere a un mal para el que tenemos pocas palabras: esta crisis, esta relación con el clima, esta asfixia. No nos da una respuesta, no moraliza, no hace pedagogía, incluso, sí, y sobre todo, se permite el humor. El verano que no llovió es también un libro divertido y gracioso, lleno de chistes y miradas disparatadas, y por eso reales, sobre el mundo. Nos deja con los propios veranos, los propios incendios, la rareza, el ahogo, pero también la sorpresa, todo a la vez. Sin necesidad de panfletos, vemos, junto con sus personajes, que el calor crece, el río se angosta, los niños se enrarecen y los bichos se politizan, se hacen o ya eran un poco queer, el deseo brota.  ¿Qué te han hecho a vos y que te harán los veranos sin lluvia?

 

 

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