Por Loli Boschero / Ilustración: MARIELA ABBOUD @mari.abboud.art
“Tu no lo entiendes, y gemía: Tengo arena, tengo arena aquí, señalándose el pecho. Y si se movía, la arena le dolía, y si se tumbaba, la arena lo ahogaba.”
Irene Solà. Te di ojos y miraste tinieblas
“Expulsaré la dulzura de mi corazón y aspiraré todo el horror;
al amor y otras ideas de mujer daré muerte…”
Thomas Lovell Beddoes
Love’s Arrow Poisoned
Ahí afuera, en la calle, hay un universo de ideas, de pensamientos, de saberes y decires sobre estos y aquellos temas. Esas experiencias, esas epistemologías, esas narrativas se hacen relatos y discursos que reproducimos diariamente y que atestiguamos y naturalizamos en nuestros andares cotidianos. Pero no todo esos relatos son similares, no todos son igualmente juzgados y validados y no todos cuentan con la misma legitimidad. Algunos se reproducen en unos pocos ámbitos y otros en todos los lugares; algunos se manifiestan en voz alta y otros se susurran; algunos son legítimos y otros no tanto.
Históricamente y desde tiempos inmemoriales, a los varones se les han atribuido los relatos que tienen que ver con la vida pública y el universo de la producción, con la racionalidad y la objetividad. Con las verdades fundamentales, con el pensamiento científico, con la lógica y la sensatez
Antagónicamente, las mujeres hemos encarnado los relatos que se construyen al fuego de la intimidad, en la penumbra de las pasiones, en lo esotérico de las supersticiones, en las tareas rutinarias de la reproducción. Nuestras narrativas están atravesadas por la ternura, la pasión y la amorosidad, configuradas en clave de sensibilidades que atraviesan nuestras explicaciones y nuestras maneras de ver y de ser en el mundo.
El universo de los discursos se ofrece de manera binaria, como el resto de la realidad, entramado en clave de género y sin posibilidad de intersticios ni de diálogos posibles. Los relatos conviven, se encuentran, coexisten, sin embargo algunas narrativas son más legítimas que otras, algunas verdades son más verdaderas y algunos saberes son más sabios.
El pensamiento hegemónico valora y juzga esos relatos que constituyen la trama discursiva de una sociedad y los clasifica y ordena. Y ese juicio es siempre androcentrista. El androcentrismo es la construcción hegemónica que configura y legitima las instituciones, los significados y los discursos que sitúan al varón como centro de las cosas, como paradigma de humanidad. Esta concepción de la realidad coloca a la mirada masculina como la única posible negando y subordinando otras experiencias y saberes. El androcentrismo construye un sujeto con pretensiones universales que se atribuye a sí mismo la condición de “ser humano”, invisibilizando a todo aquello que exista por fuera de su condición.
En esa hegemonía androcéntrica los relatos más legítimos, las verdades más verdaderas y los saberes más sabios serán entonces aquellos que lleven el sello de la masculinidad, no sólo en su enunciación sino también en sus atributos. Las otras narrativas, las del universo de lo femenino, serán arrojadas a las márgenes donde conviven las intuiciones, las emociones y las subjetividades.
Es así que el pensamiento hegemónico (positivo, racional y occidental) se ha construido sobre idearios masculinizados que ponderan las ideas de neutralidad y objetividad por sobre las nociones de sensibilidad y emocionalidad. Lo objetivo y lo neutral es, en realidad, la mirada de los sujetos sociales legítimos; es el relato de las voces que están autorizadas para narrar el mundo y los discursos legítimos dentro de nuestras sociedades son aquellos configurados en clave masculina, a partir de lo empíricamente demostrable, de las estadísticas, atravesados de positivismo, de premisas lógicas y despojados de la sutileza de la sensibilidad o del arrojo de las pasiones.
Ahora, nos pregunto: ¿Nos sentimos realmente cómodxs habitando ese universo de relatos? ¿Creemos que realmente existen narrativas asociadas a la genitalidad, al sexo o a las construcciones culturales construidas en torno a eso? ¿No sentimos tantas veces, que somos completamente capaces de construirnos en relatos ambiguos y no por ello menos legítimos y verdaderos en su intención de aprehender la realidad?
Creo profunda y obstinadamente en que es posible pensar un nuevo entramado de legitimidades en el cual, la marca de la sensibilidad constituya la potencia y no el estigma. Estoy convencida de que es viable habilitar nuevos relatos, configurados desde la intimidad y la experiencia, desde la emocionalidad y la intuición, desde la empatía y la otredad.
Y también espero y deseo (¡ay como deseo!) que esos discursos adquieran la legitimidad de instituirse en verdades y nos empapen y nos definan y sea natural explicarnos desde la amorosidad, sin asociarla a la sensiblería, y que la ternura devenga en un código de convivencia. Insisto en la idea de una narrativa que pueda fundir la belleza de lo antagónico, que se trame en emociones, que se argumente en hechos y experiencias, que se nutra de lo cotidiano y que rescate para siempre y para todxs, la riqueza de ese universo adjudicado erróneamente a las mujeres y que pertenece, en realidad, a quienes habitamos las marginalidades de la hegemonía, entre disidencias y nuevas masculinidades y feminidades.
Hace unos días, leí en una pared la súplica de una mano anónima, que bien podría ser la mía y que pedía más amor, por favor. Y pensé en qué pasaría si esa súplica solitaria se convirtiera en la demanda a viva a voz de todxs aquellxs que sabemos que una humanidad configurada en clave de diversidad y sin sesgos binarios, es posible.
Te dejo pensando… ¿qué pasaría?