Leer Feminista

Un tiempo propio

Notas sobre la escritura, el género y un país en llamas

por Camila Vazquez

A las máximas que nos enseñó Virginia Woolf con mucha razón, las mujeres y disidencias que escribimos desde Argentina tendríamos que sumarle unas cuantas más. Que para escribir, además de un cuarto propio, se requiere de  un salario digno y un resto de tiempo libre. El tiempo libre es el dios que se extingue en nuestra época de multitasking, trabajos en simultáneo en un país en llamas. Tengo la sensación de que asumir un deseo vinculado a la escritura, en este contexto, genera mucha culpa. No son pocas las veces que alguien -por lo general varones- se acerca para recomendarme otra changa: ¿por qué no cambiás de trabajo? Como resulta casi obvio, una de las salidas laborales más cercanas a la literatura es la docencia, que, por su parte, es una de las profesiones más precarizadas del país. No voy a referirme a esto en estas notas, pero sí a la cuestión del deseo, el tiempo y la culpa.

Si en general la relación con el deseo es un conflicto, creo que este contexto puede resultar bastante aniquilador de los proyectos corridos del plano laboral. Quiero ser honesta: yo no quisiera que la escritura estuviese corrida del plano laboral. Me encantaría que me paguen por esta labor a la que le dedico tanto tiempo. Pero las condiciones materiales en las que escribo son muy distintas. Por eso, creo que hay que estar atentas para  poder hacernos cargo del sueño irremediable de escribir. Casi nunca se desea lo que conviene y lo que conviene hubiera sido otra cosa. Otra carrera, una vida más ajustada al molde de mujer neoliberal. Pero para escribir, como  en casi cualquier elección vital, se requiere de rigor, entrega y disciplina.

Escribir es algo improductivo. Aunque lleva mucho trabajo, no sirve para algo concreto, como hacer una torta o arreglar el auto. Siempre se tiene algo más importante que hacer y casi nadie va a considerar que ese tiempo frente a la página sea muy respetable. Casi nunca se paga por esta labor. Puede, con suerte, que resultes interesante, llamativa, por hacer algo que, a priori, parece más intelectual, pero que nace desde las vísceras. Martín Kohan cuenta una anécdota muy buena sobre su infancia: su madre le decía que no estaba haciendo nada cuando estaba leyendo.  Que escribir o leer no sean tu trabajo oficial, no significa que no sean actividades tan importantes como ver a tu amiga, viajar con tu novix o limpiar la casa.

Ahora, vayamos a lo inútil y a lo hermoso. Desde hace algunas semanas, estoy en una residencia de escritura, Can Serrat, en un pueblito de Cataluña que se llama El Bruc. Estar aquí significa tener tiempo para escribir. Estoy corrigiendo un libro de cuentos en proceso. Agregando, editando, haciendo crecer eso que estaba trunco. Creo que, contar con el espacio y las horas disponibles entregadas a una sola tarea hacen, necesariamente, que la calidad de los textos mejore. Esto no significa para nada “tener éxito”, sino que una pueda desenvolverse mejor en una tarea, porque cuenta con el tiempo para ello.  Desde que estoy acá, me acuesto más temprano de lo normal, como a la hora de la merienda y me despierto a las 8 . Desde esa hora hasta el almuerzo, pero también después de él, estoy escribiendo. Por supuesto que hay digresiones: caminatas al pueblo y a la montaña, paseos, visitas a la biblioteca, conversaciones con las señoras de la zona. En lo que llevo de estadía, ya me contaron varias leyendas. La más significativa es la del Timbaler, un joven que, con su tambor, ahuyentó a las tropas francesas. Las montañas de Montserrat, que tienen algo místico y extraño -tiene forma de dedos- hicieron el eco del sonido y ese solo tambor se proyectó como una inmensa tropa. También, historias más sórdidas:  mujeres enterradas en monasterios, asesinadas por curas. Hallazgos arqueológicos que datan de 6 mil años atrás: el cuerpo de una mujer con un collar de variscitas, una piedra verde de la zona. Hay una atmósfera colectiva que elabora las heridas de ser mujer entre los siglos.

Can Serrat es una antigua masía. Una construcción inmensa pero austera. Durante los primeros días no puedo dormir y tengo pesadillas. Las mías son ordinarias, restos diurnos, miedos mundanos: hace unas noches soñé con una fila enorme de mujeres rubias, víctimas de violencia de género. La secretaría estaba en un shopping. Para llegar, había que subir una escalera mecánica de kilómetros .  Yo no estaba ahí para denunciar, sino que tenía un deseo claro: quería cagar  a piñas a Milei. Todas las mujeres rubias tenían los ojos morados, pero estaban felices porque, a pesar de que no les iban a dar ningún tipo de acompañamiento, por ser víctimas de violencia doméstica, como decían en el sueño, iban a tener la posibilidad de conversar con el propio Milei durante 15 minutos.  Una de las residentes tiene pesadillas más transpersonales: sueña varios días con cuerpos mutilados de mujeres y guillotinas. ¿Qué sueña una casa tan vieja en sus visitantes?, ¿por qué el sueño es también un paisaje del horror?

Durante varios días, tenemos la intención de ir a conocer el Hotel de El Bruc, un lugar donde se hacen avistajes de ovnis. Varixs hemos visto La mesías, la última serie de Los Javis, los directores de La Veneno y Paquita Salas, y estamos inspirados por el imaginario que representa: la historia de una devoción que aterra. Aún no  concretamos la tarea porque el hotel queda a una hora de caminata por la ruta y hay que ir de noche: quien quiera ver, que lo pague con su esfuerzo. A propósito del esfuerzo y de la fe: ¿qué conexión hay entre las alturas y las manifestaciones místicas, que parecen ocurrir en recovas de una ladera?

El recuento de sucesos mágicos es largo. Esta zona guarda un misticismo profundo, pagano y cristiano a la vez. Las construcciones datan de la Baja Edad Media. De hecho, la propia Can Serrat parece intervenida con figuras como arcanos del Tarot, cuyo imaginario remite al medioevo. La virgen local, por su parte, La Moreneta, es una virgen negra. Una leyenda asegura que, a pesar de los intentos de construirle un santuario, la virgen aparecía cada vez en la cueva de la montaña donde la hallaron por primera vez. Se dice, además, que estas formaciones rocosas son huecas, que adentro guardan un lago y que alojaron a muchas criaturas misteriosas: magas y druidas.

La ficción, sin ponerla en el estatuto de mentira, sino en tanto verdad otra, es casi un elemento natural de los animales humanos. Cuanto más lejos del ruido productivo estamos, cuanto más tranquila es una vida  más se escucha esa voz del pueblo que es su propia máquina de construir mitos y habladurías. Una vida tranquila, según yo lo veo, no es una vida en la ruralidad, sino una en la que no tengas que estar sobreviviendo a cada instante. Como sea, toda esta digresión era para llegar a una breve conclusión, para nada definitiva: que, si una tiene tiempo, puede escuchar, que es una forma de estar escribiendo. Escuchar es un modo de salirse de una, de las historias que reproduce siempre y de esas otras que no paran de aturdirnos. Por ejemplo, que el ajuste tenemos que pagarlo las clases trabajadoras, que los movimientos transfeministas atentamos contra el bien común, que lo individual es lo único importante.

En la residencia, quedamos seleccionadas personas de todas partes del mundo, pero aquí somos seis argentinas, de distintos puntos del país, las qué estamos escribiendo. La cantidad de argentinas es llamativa, ¿será que somos un país que lee  y escribe con fervor? Venir a la residencia no fue  algo fácil. Antes de aceptar la beca, tuve varias crisis: ¿por qué hacer un viaje tan largo para dedicarme a algo que no me está dando de comer?, ¿por qué gastar este dinero en un momento en el que el país se prende fuego?, ¿a qué lugar voy a volver? Todas estas preguntas sumadas a conflictos laborales de toda índole, sensación de egoísmo por emprender un viaje sola, etc. Lejos de querer romantizar el conflicto o generar un discurso “resiliente” -que palabra fea, como repelente-  creo que es muy fácil ser mujer y ceder en los proyectos vitales, dejarlos para después o clausurarlos en nombre de otra cosa. El mundo nos disciplina todo el tiempo. El recrudecimiento del neoliberalismo en los últimos meses  nos educa en el horror: ansiedad, despidos, achicamiento, inflación deben ser las palabras que escuchamos con mayor frecuencia. Es entendible, entonces, que este contexto nos instigue a la renuncia de ese plan que nos mantiene unidas al mundo. A veces no nos queda opción, pero también, otras veces aceptamos la impostura con sumisión. Conozco esa mansedumbre de haberla ejercido, dice la poeta Elena Anníbali.

El verano pasado leí a Donna Haraway y hacerlo me cambió en algún punto. Ella dice que las críticas contra el capitalismo pueden volverse tan totalitarias como el capitalismo mismo: las ideas polarizadas de la revolución, el podemos con todo; tanto  como las ideas de derrota, las del no hay nada por hacer, se  parecen. Ambas prometen algo, ambas tienen una certeza, así sean la victoria o la miseria. Lo cierto es que este mundo está herido y, en estas ruinas, todavía nos queda un resquicio de deseo.

Escribir ficción es una forma de inventarse otras formas de estar vivas, otros modos de leer.  Si escribís, tenés derecho a tomar -en tanto aceptar y arrebatar como acto político- las posibilidades que se presenten para hacerlo. No es que una pueda escribir únicamente estando retirada en la montaña. Una escribe en el barullo, con la angustia, con el despido a cuestas, con la plata que  no alcanza. Lo que quiero decir es que a veces hace falta tiempo para imaginar otros canales, otras rutas, que no sean este único camino escrito por la crueldad. Escuchar ese pulso que nos enciende es una pequeña revolución contra un orden que nos quiere trad wifes, licenciadas en familia, personas de bien, medicadas para no desear. No todos los días una tiene la posibilidad de hacer una residencia de escritura. Pero allí donde aparece ese término podrían leerse otras cosas: hacer ese viaje, escribir ese libro, terminar esa carrera, renunciar a ese trabajo, dejar una relación en la que se padece o enamorarse sin remedio otra vez. A propósito del término “residencia de escritura”: hay algo de invitación a  vivir en la escritura, como  si fuera un lugar.

Si el tiempo no está, como nunca estará, si el tiempo escasea, hay que robarlo: escribir en el trabajo, decir una mentira para no asistir a un compromiso del que podés desligarte, asistir a talleres y hablar con otrxs de literatura, de lo que escribís vos, pero sobre todo de lo que escriben otros. Leer, amar, honrar el ocio. Como ese poema de Mirtha Rosenberg, este deseo contra la sumisión: Mujeres, a la página.

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