Notas de lectura sobre El vasto territorio (Caja Negra, 2023) de Simón López Trujillo
por Camila Vazquez
LOS ÁRBOLES
Cuando nos mudamos a las sierras con mi familia, los inviernos tenían olor a eucaliptus. Arriba de la salamandra, mi papá colocaba una pequeña ollita con hojas del árbol para que generara vapor. Los inviernos serranos son secos y filosos. El frío corta. Mi abuela Ninín llamaba prefería llamar al árbol como eucalito.El eucalito era entonces, además de una especie exótica, una planta que te curaba del resfrío. A veces en forma de vic vaporú, un remedio industrial con dejos artesanales que se esparcía por todo el pecho antes de dormir. El eucalito libraba de los males respiratorios, pero, en la novela que vamos a comentar aquí, el eucaliptus es el origen de males que guardan, más que una cura, todo lo contrario.
El eucaliptus es nuestro enlace con la complejidad. Se trata de una especie exótica, originaria de Australia y Tasmania. Si bien en Argentina hay grandes espacios cubiertos de ellas -así como los pinos, ese indiscutible sello de colonización en el Valle de Calamuchita, por citar un ejemplo local-, en Chile el cultivo de eucaliptus es mucho mayor y se realiza con el fin de obtener madera y hasta combustible. Estos árboles son el origen, diríamos que el germen, de esta novela compleja y hermosa: El vasto territorio, la primera del joven escritor Simón López Trujillo.
EL HUMUS
La novela se sitúa en la zona de Curanilahue, en Chile. Allí, Pedro, un trabajador precarizado en la industria de la madera, se contagia de una extraña enfermedad respiratoria causada por un hongo que crece en los bosques de eucaliptus. Pedro vive con sus dos hijos, Patricio y Catalina -la Cata-. Viudo de María, su esposa, Pedro es un eslabón en la cadena productiva de las empresas multimillonarias, precarizado, sometido a ese mismo ritmo productivo del extractivismo y, en ese encuentro, ocurre la tensión que lo hace humano y no héroe: Habituarse a seguir a sol y a sombra a los hombres cerro arriba, cerro abajo, las manos pegadas con la tierra, las uñas oscurecidas, el polvillo pesticida que se mete y hace una tos o una sinusitis, las yemas decoradas de tanta astilla que no hay caso en buscar quitarlas. Pero este personaje desaparecerá pronto del protagonismo de base, para pasar a tener otro más subterráneo, místico, mágico y fúngico.
Este texto está sostenido en una oralidad chilena que abarca distintos estratos, tonos y texturas. Complejo, por la densidad conceptual, el dialogismo entre el discurso científico y el discurso poético; la rareza de sus personajes, que no pueden reducirse a una etiqueta; por su estructura llena de subterfugios, notas al pie, múltiples perspectivas narrativas y voces narradoras.
Paralela a la historia de esta familia, se desarrolla la de Giovanna, una bióloga que investiga el mismo hongo que infectó a Pedro. De ella conocemos sus viajes, los diálogos hermosos llenos de deseo y ternura con su novia, sus anotaciones al modo de bitácora sobre las distintas especies fúngicas, su contradicción: entre la ciencia y el compromiso político; entre la industria y el afán por cambiar los modos en que vivimos y afectamos el ambiente. Quiero saber algo- dijo Giovanna. -Dime. -¿Qué sientes? -¿Ahora?- Sí. -La lluvia. Tu voz detrás del cuello. -¿Qué más?- dijo Giovanna, estirándose sobre ella. -¿Por qué me preguntas esto? -Quiero saber algo. Las palabras se extendían como un musgo entre ambas. -¿Qué cosa? Giovanna dio la vuelta hacia ella y la tomó de cerca. -Si puedes sentir tu propia piel.
Ambas “hifas” o hilos narrativos se van entrelazando en combinaciones impensadas: una hipotetiza lo que la otra vive. Una se vuelca hacia el misticismo: Pedro, después de varias semanas de internación, después de estar al borde la muerte, sobrevive a su enfermedad. La pregunta es quién o qué lo sobrevive. Lo que queda de ese padre. Esa voz poética que nos sorprende en el inicio cobra más centralidad cuando un grupo religioso advierte en Pedro un nuevo maestro. La voz y la consciencia de Pedro se ven alteradas, más sabias, más vastas. También, le escritura del texto, su sintaxis.
LOS HONGOS
Así, más que solo dos historias que se entrelazan, esta novela abre subterfugios narrativos que ponen en cuestión, polemizan, adelantan, amplían, lo que los personajes tienen para decir: las notas al pie. Más raras que las de Borges, aunque fieles a su estilo de referencia inchequeable -¿es toda esta bibliografía que cita un dato empírico?, ¿importa si es un invento o es otro juego de la ficción?, ¿qué no es ficción dentro de la ficción?-, las notas al pie dan paso, cada tanto, a una primera persona que contempla lo sucedido, se conmueve, acaso reza. Como por ejemplo, este caso en la nota al pie número 13 sobre Giovanna: Aún si ella no lo supo nunca, su tesis vaticinó en parte lo que ocurrió en La Puerta, cuando la naturaleza empezó a portarse bien extraña. Algunos bomberos que llegaron al lugar mencionaban una nube blanca que se movía por el aire, pegándose a las cosas que tocaba y produciendo estados de alteración de conciencia en quienes eran expuestos a ella. ¿Quién es la voz de estas notas al pie? Releo mis subrayados para escribir estas notas, no tengo claridad: de a momentos parece la voz de un muerto -esa madre a la que Patricio le pide cosas, a quien evoca en recuerdos-; en otras ocasiones, se parece a algo más grande y delirante, a la voz del mismo Pedro, el vasto. O a algo más vasto aún, una red, una voz que puede singularizarse pero que se confunde, se mezcla, se ramifica por debajo como un micelio.
Esto, además de ser una marca escritural, es el síntoma de los personajes afectados: la enfermedad fungíca desata una especie de ¿delirio? en el sujeto, que adopta una visión, una consciencia más cósmica, más descentrada del “uno mismo”: Lo que conocí no viene de lo visto, plegado en uno mismo. Las esencias lisas, caras nobles, sin grabar, bajan si sabemos prepararnos, abrirnos al gran nervio, oír por lo bajo. Su voz define la semilla, respira despacio y da verdad. Quien la oye guarda un bosque adentro. Rasga una tela. Su palabra hace la génesis de lo que dice.
Esta complejidad formal o estética, se condice con las contradicciones que atraviesan los personajes: desde Pedro, que trabaja para empresas millonarias en condiciones hiperprecarizadas; pasando por sus hijes, en particular el mayor, que, tras el decaimiento de su padre y su posterior divinización por parte de una secta, acepta el dinero que esta última les envía; hasta la científica comprometida y sumida en las reglas del universo académico a la vez.
LOS PARENTESCOS EXTRAÑOS
Por estos días, en nuestro país se discute una ley que delega facultades extraordinarias al presidente y que, además del hambre y la censura, habilita a que se quemen hectáreas para el loteo inmobiliario, habilita la rifa de nuestro territorio a las multinacionales: ¿con qué esperanza vivir?, ¿cómo seguir deseando cuando todo se cae?, ¿con qué esperanza leer?
Sin embargo, aunque este libro explore la zona híbrida entre la ciencia ficción y cierto vuelto mágico -aunque estas fronteras, por suerte, no sean claras, no prime, como en la ciencia ficción más dura, una explicación científica sobre el mundo-, no es un libro sobre el apocalipsis. Incluso aunque ocurra algo parecido, en un mundo devastado: sin vastedad. O un mundo que se la consume. La filósofa y bióloga Donna Haraway propone, cercana al ecofeminismo, el ejercicio de la ciencia ficción o la fabulación especulativa como herramientas para imaginar otros horizontes posibles: imaginar y cuidar otros mundos, tanto los que ya existen de manera precaria -incluyendo los que llamamos áreas silvestres, con toda la historia contaminada que conlleva ese término en el colonialismo racista colonial- como los que necesitamos traer a la existencia en alianza con otros bichos, en aras de pasados, presentes y futuros de recuperación aún posibles, dice en Seguir con el problema. Y su amiga, Ann Tsing, afirma en el libro Los hongos del fin del mundo algo análogo: Estamos contaminados por nuestros encuentros. (…) Todos tenemos un historial de contaminación: no cabe la pureza. Un valioso resultado de contar con la precariedad es que nos hace recordar el hecho de que cambiar con las circunstancias es la esencia de la supervivencia. Y antes: Pero ¿y si —como yo sugiero— la precariedad es en realidad la condición de nuestro tiempo?; o, por decirlo de otra forma, ¿y si nuestro tiempo constituye el momento idóneo para percibir la precariedad? ¿Y si la precariedad, la indeterminación y todo lo que concebimos como trivial constituyen el centro de la sistematicidad que buscamos?
Nuestras vidas son precarias, cada vez más. Pero algo vive a pesar de lo precario, no solo no humano. Y aún en lo humano: algo desea, algo ama, algo crea en lo precario. Creo que la novela de Simón López Trujillo se escribe en estas ruinas. Está situada, no solo por su localización, sino por la sensibilidad, por la poeticidad con las que está escrita. Sus personajes viven y habitan esa misma precariedad. Su historia, sobre un ecosistema devastado, sobre la deforestación, los incendios, el extractivismo, no es la historia de un apocalipsis. Tampoco la de un mundo hermosísimo. El vasto territorio se suma a una cadena de novelas que visitan los bordes difusos entre la ciencia ficción y lo fantástico en Latinoamérica y que exploran, a la vez, procedimientos estéticos pensados desde las ruinas. En este diálogo eco-especulativo podemos incluir a Distancia de rescate, de Samanta Schweblin; Mugre Rosa, de la uruguaya Fernanda Trías, entre otras.
El vasto territorio es una novela sobre la supervivencia, sobre lo que hacen los hongos y otras especies con esas ruinas en las que viven. Esta es una novela sobre la crisis climática, sobre las ruinas, pero no es un manual sobre cómo ser sujetos ejemplares, nosotres, que hemos crecido entre las herrumbres de este mundo. Un último parentesco raro antes de terminar esta nota: acaso ese cariño por Pedro tenga que ver con mi propio padre, que también enfermó por el trabajo a destajo, que también trabajó la madera. Y quien, entre las ruinas del hombre que supo ser, funda otro vínculo con la madera. Ya no el mueble, sino la casa del zorzal. Ese que alimenta cada mañana. No con migas, precisamente, ni con semillas. Más bien, con alimento para perro.