El legado y el nombre de Betty Medina Cabral resuena en la ciudad de los vientos. Nacida un 15 de agosto en la primera mitad del siglo XX, esta poeta y ensayista, viajera sin frenos, nos convoca para reconstruir su figura y darle un lugar entre las voces literarias locales. No hay nada, ni siquiera el agua -ni la muerte-, que pueda apagar el fuego intenso de una poesía que se escribe con el cuerpo. Luego de su muerte en 2019, su casa se convirtió en espacio cultural municipal
Por Rocío Sánchez y Camila Vázquez* para La tinta
Betty Medina Cabral se define a sí misma, en una entrevista a fines de los 90, como “una mujer que piensa y vive en poesía. Que se pasó la vida molestando a la palabra. Tratando de herirla, para que la palabra diga sus cosas”. Nació en Río Cuarto, la misma ciudad que olvidó su figura durante años y a la que donó su propia casa como un espacio municipal. Amparadas en las palabras de Alejandra Pizarnik, poeta a la que Betty admiraba, desde una alcantarilla, damos nuestra visión del mundo sobre los trabajos y los días, los deseos y los temores de la escritora Betty Medina Cabral. Intentamos, entonces, delinear un contorno: cómo moldea la luz su cuerpo, su historia, su escritura según cómo la miramos.
Cuando nació, como un milagro -ya que su madre era muy joven y el parto tuvo muchas complicaciones-, recibió el nombre de Nora Ascensión en agradecimiento a la Virgen. Ella no estaba en ese nombre impuesto, glorioso y puritano. Como un acto de fe, de confianza en la vida, se dio a sí misma otro nombre y se bautizó Betty: así viviría, amaría, escribiría.
Nos aproximamos a su figura desde su obra, desde los detalles de su casa que hoy es un espacio abierto a la comunidad: el Museo Casa de Poesía, un espacio cultural municipal en la ciudad de Río Cuarto. Allí, dioses de religiones afroamericanas resguardan su biblioteca. En algunos de sus libros, un tono mítico recubre las voces de sus textos: ¿cuándo empiezan estos poemas? ¿A qué tiempo remoto nos trasladan? Mito, símbolo, paganismo: tres gestos de una poeta para nada cristiana, repelente a la institución eclesiástica, extranjera de su dogma. El erotismo fue unas de las formas en que sus palabras aparecieron irreverentes para la época.
Su única hija, Graciela, nos cuenta que, antes de una lectura en un evento importante, Betty tocaba un talismán en su bolsillo, una suerte de conexión con su propia y difunta madre, a quien le encomendaba el buen auspicio para ese día. No es un disparate, entonces, que en este texto invoquemos sus lenguajes, conjuremos la magia que la misma Betty reivindicaba. Nacida el 15 de agosto de 1936, aquí, en el Imperio, su llegada al mundo tuvo este cielo: su signo solar, Leo, regido por el mismísimo sol y su luna en el mismo signo. Su ascendente en piscis. Este componente simbólico habla de alguien cautivante, movida por la fuerza del fuego y la sutileza del agua.
“Hija de ti y de leo/ signada por el sueño puerta de milagros/cazadora pupila perfil desvelado/forma despierta arterias/una verdad de peces diáspora espejada”. En Bajo el signo del león
Betty dejó un futuro escrito bajo el mismo rayo solar: una proyección de reconocimiento y una enorme generosidad. Como sabiendo que su tiempo no la hospedaría, pero las miradas finalmente llegarían, dejó en cajas y carpetas sus borradores organizados como futuros libros. Fotos, retratos, fechas. Si su presente no pudo alojarla por su condición de maleza, de bicho raro, que este sea el tiempo que le permita alumbrarnos.
A la maleza se la arranca. En la poesía o en los jardines, la maleza es algo malo. Un bicho incontrolable que mata la auténtica belleza, la de las plantas hermosas. Nadie es capaz de pensar en su belleza particular, acaparadora, indomesticable, desbordante. Aproximarse a Betty es ingresar en un territorio fangoso: exuberancia. Un jardín frondoso, no. Un monte. Un monte propio, como para hacer de Virginia Woolf un préstamo más cordobés. Nos gusta inferir una máxima que Betty no escribió literalmente, pero que dejó tácita entre sus huellas: una mujer, para ser escritora, necesita un cuarto de los vientos. Una ventana hacia el monte. Si pudiéramos decir algo sobre su posición frente a la literatura, podemos reconstruir en ella una celebración de la maleza.
En su ensayo sobre Alejandra Pizarnik, El mundo de los grises y esa fina correspondencia interior, Betty festeja: “Evidente tendencia a una floración caótica”, un juego entre el nombre -solo un nombre- Flora Alejandra Pizarnik y la vida de la poeta, su lugar en la literatura. Que viva, entonces, la maleza: escribir mucho, escribir urgente, escribir en todas partes, escribir de todo. Tener una belleza exótica. Escribió 33 libros. Una trayectoria de autoediciones y premios. Autoedición cuando esa práctica no era el signo de una época progre y autogestiva. Cuando en Argentina, pero sobre todo aquí, en el sur de Córdoba, en Río Cuarto, en el Imperio, escribir y publicar era doblemente difícil. Ella misma hizo sus maquetas a mano, las llevó a la gráfica de la Universidad e imprimió tiradas de más de 300 ejemplares. Sus libros quedaron, como la maleza, guachos en un campo baldío, en su propia casa.
“Para mi primer libro, Barcas amarillas, que para hacerlo hipotequé la casa -único bien que teníamos- en el Banco Popular Financiero que, cuando se enteraron que era para un libro, me pidieron dos hipotecas más para cubrirse (porque ya eran dueños de todo). Ninguna librería de Río Cuarto lo recibió, pero… se vendió en una farmacia, más de 400 ejemplares. Entonces, don Juan Filloy y Carlos Mastrángelo me mandaron a clausurar el crédito. Amaba y amo tanto lo que hacía y hago que estaba segura de que me iba a ir bien”, escribió Betty detrás del grabado que fue la tapa de su primer libro.
En la farmacia, donde se compran los brebajes. Los nuevos y los milenarios. Sería aquella farmacia una herboristería, pensamos, para darle lugar a la maleza, para venderla como un remedio. Una maleza que te cure de la buena moral, de las formas correctas. O una maleza que te enferme, mejor, que no te salve. Que se quede en vos el aliento de aquella flora salvaje.
A Betty Medina Cabral le gustaba el cine, la música y la política. También, la ropa. Era coqueta y “pilchera”. Tenía un estilo propio, fácilmente reconocible por sus polleras, chalecos, pañuelos al cuello o en la cabeza, sombreros, anteojos y botas. Todo bien al estilo Ocampo. Pero escribir, sin duda, era lo que más le gustaba. Solía armar libros en su cabeza, libros enteros -con forma y contenido-, antes de pasarlos a la escritura. Podía pasarse días, con sus mañanas, tardes y noches, escribiendo, como tomada por una fuerza mayor que no la soltaba. Se envolvía en el libro de tal manera que casi ni comía. Sólo tomaba té. Jarras y jarras de té de sabores exóticos para la época -canela, frambuesa, naranja- que su compañero le acercaba casi sin ser visto, como recuerda Graciela, su hija.
Foto estilo Ocampo
No tenía maestros ni mentores de escritura, escribía porque no sabía -ni quería- otra forma de vivir. Su vida era eso: escribir, escribir y escribir. Su consejo de escritura también era ese: escribir, escribir y escribir. Y leer mucho. Todo lo que estuviera al alcance; lo viejo y lo nuevo; lo de acá y lo de allá; lo que cayera a sus manos. Escribir en todas partes. Un cuaderno no alcanza. Una máquina de escribir, menos. Una escriba de la noche no entra en esos márgenes. Hace de una caja de encomiendas su papiro predilecto. Deja escrito en cajas donde guarda sus borradores: “Qué placer escribir. No conozco otra forma de vida”. Registra todas sus ideas: en tickets del supermercado, en la solapa de los libros, en servilletas.
Conserva todos los textos que alguien le dedica. No jerarquiza. En su memoria de maleza, hay lugar para cada une: sobrines, amigues, hija, poetas reconocides. Cada pequeño texto, mail o correspondencia es un tesoro. Se lo guarda en cajitas y sobre las cajitas escribe un poema, un deseo, una fecha, una ilusión. Se proyectan escrituras: curiosidades, obsesiones, hipótesis sobre otras escritoras. Un sobre con recortes de Olga Orozco. Uno para la Storni. Otro para Cortázar y otro para García Lorca. ¿Dónde se meten todos estos papelitos? A la maleza se la arranca. Estos papelitos, de tanto que Betty escribió, parecidos al diente de león -un yuyo del rasgo animal con el que ella se identificaba-, se extraen de su casa después de su muerte. Hay que repatriarlos. Hay que ir a buscarlos desperdigados como estaban, para hacer esquejes de su maleza y que su casa vuelva a ser un jardín profano.
Y Betty escribe en todas partes: no solo en las cajas. Escribe, sobre todo, en otros lugares. La maleza no se ancla a ningún territorio, porque, en su suelo natal, se la olvida, se la confunde con el pasto. Extranjera como era, escribía en y hacia otros territorios: la exótica y vasta Latinoamérica que le dio cobijo. La pequeña operación de arqueología que montamos maravilladas en su casa, en su jardín, arroja otros horizontes. Betty fue conferencista en Cuba, expositora en congresos de poesía, ensayista y crítica literaria. Si entendemos por crítica al ensayo de lecturas sobre otres autores y su relación con la política de una época, por citar un ejemplo. Que es lo que a menudo esboza Betty en textos inéditos sobre otras autoras, ensayos sobre sus vidas trágicas y marginales.
En su faceta más estudiosa y crítica, Betty trazó un continuum poético en su escritura que se expresa en dos niveles. El primero, en relación a las obras que comentaba en sus ensayos: obras escritas por mujeres latinoamericanas. En sus ensayos, enlaza una genealogía personal con Gabriela Mistral, Juan de Ibarbourou, Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Julia de Burgos. Le interesan tanto sus escrituras como sus vidas. Tal vez porque en ellas pervive aquel lastre de las mal llamadas poetisas -poeitisas, al decir irónico de Susana Thénon-, a las que, para poder aproximarse al estatuto de las letras, había que agregarles el sufijo -isas. La vida de la poetisas estaba marcada por la tragedia: suicidios, femicidios, locura. Las poetas enloquecen, se matan o las matan sus maridos. Tal vez porque no hay lugar para su sensibilidad, su identidad y sus voces en un mundo que las clausura. Pero Betty lee para rescatarlas. Las lee desde joven y produce hipótesis sobre ellas. Sin ser declaradamente panfletaria, opta por el imaginario de la Patria Grande y, dentro de ella, el de sus compañeras poetas. Las que le posibilitaron la propia filiación.
Un continuum poético no sólo porque escribe ensayos o conferencias sobre otras poetas, sino porque, en su propia escritura ensayística, figura la desacatada relación que mantiene con las convenciones de la lengua. Por ejemplo, en este fragmento anota sobre Pizarnik: “Alejandra usa- sucesivos disparos- en busca de la piel deseada la fiebre tensa- sus nervios- abraza su sangre- y el reposo imaginado- la cautiva- y sabe que el objetivo – es doloroso- profundo-supremo”. De su uso manifiesto de guiones como posibles comas, incluso donde ellas no irían, podría inferirse una falla en la máquina de escribir. Pero lo cierto es que escribe con guiones en los manuscritos como en tantos de sus poemas. Arriesgamos que Betty traslada la respiración del poema a la escritura ensayística, aunque en otras conferencias abandona esta decisión estética, lingüística y política. Decisión que maravilla y complejiza la lectura en iguales medidas.
Las casas, como los cuerpos, tienen memoria. Y, como tales, construyen historia. La casa de la Noche -como la llamaba ella-, esa casa anclada en la esquina de Echeverría e Ituzaingó en el macrocentro de Río Cuarto, guarda la memoria de un pasado de exuberancia y recuerdos. Durante sus largas estadías en Capital Federal, paseaba con pausa y sin prisa por las calles de San Telmo. En cuanto negocio de antigüedades encontraba, se detenía a observar primero y a preguntar después. Quería saber todo, en profundidad: de dónde venían los objetos, quiénes habían sido sus dueñes, cuál era la historia que escondían, qué condiciones llevaban a alguien a desprenderse de esos tesoros. Quizás por eso, su casa entera siempre fue un gran museo: plantas, obras de arte, baúles, cajas de todos los tamaños, artesanías colgantes, jarrones, lámparas, tazas, platos, en un montaje tan inusual que, quienes conocieron ese mundo, no podrán olvidarlo. Cada objeto que habita esa casa es depositario de alguna historia, todo en ese espacio flota en un halo misterioso.
En algunos objetos, esos secretos están develados por la letra de la poeta, que deja allí rastros o pistas. Quienes recorremos su mundo armamos así su rompecabezas, reconstruimos esas historias en esta Casa Museo, que pone en jaque la solemnidad de aquellas instituciones impolutas con cuadros en el baño y en el jardín. Que no diferencia la belleza de los retratos personales con los originales de Miró en azulejos o los dibujos de sus nietes. De aquella casa, quedan muchos de sus objetos, pero con la nueva disposición que el Estado ha dispuesto para que pueda abrirse a la comunidad. Este museo es más bien un espacio vivo, donde plantas, pintores célebres y libros por doquier conviven en salvaje armonía.
De su temprana inclinación feminista por las agentes culturales contemporáneas y anteriores a ella, Betty manifestó un declarado interés por Frida Kahlo y Lola Mora. Anotó curiosidades de sus vidas, guardó recortes de sus obras y los pegó en un cartón, emulando el original. Con la primera, siente una identificación dolorosa. Por sus padeceres físicos, sí. Pero, además, por su visión del amor, por su canto constante al erotismo y su cercanía con el surrealismo. Vanguardia de la que toma, pensamos, aquel desacato lingüístico.
Betty, Bethycita, Betunga, querida amiga, madre-poeta. Así la llaman, entre otras formas, sus amigas y conocidas que le escribieron las cartas desde diversos lugares del mundo. Cada registro fue archivado en un sobre o impreso para no perderse en la volatilidad de la “nube”. Ese registro, siempre ligado a la intimidad y a lo sensible, es el espacio que nos permite acercarnos al costado social de la figura de Betty. Si bien es cierto que allí encontramos un lugar para el desahogo, la confidencialidad sobre temas del hogar y los vínculos, también se abría un espacio para discusiones en torno al contexto social y político, a los debates en relación al campo de la literatura y al poder patriarcal que atravesaba cada ámbito donde estas mujeres escritoras se movían. Se entregaba en esas cartas “con sus dos manos”, como solía decir. Por ellas, podía seguir vinculada al mundo de la literatura que la mantenía viva en la distancia, en esta ciudad ventosa que nunca supo -o supo tarde- darle cobijo a su trabajo poético.
La poeta cordobesa Silvina Anguinetti fue una amiga muy cercana. Betty la llamaba “bebito”, por la diferencia de edad que existía entre ambas. Viajaron juntas a múltiples conferencias y festivales. Tiene miles de anécdotas, pero destaca algunas que nos hacen más cercana y concreta a nuestra poeta. Con el caudal potente de su voz, comenta Silvina, Betty declamaba. Múltiples fotos atestiguan una poeta muy cercana a la performance, aunque entonces no se llamara así. Pero no solo leía poesía: atendía el teléfono y decía “Converse”, en lugar del convencional “hola”, al que estamos acostumbrades. ¿Qué sentido deja este rastro oral de una poeta si tenemos en cuenta que, en la vida de les poetas, las palabras son la propia vida? Tal vez, ese “converse” nos habla de alguien dispuesta a la charla. Algo que intentamos hacer con ella misma con la charla escrita que pudo dejarnos: sus libros, sus notas, sus borradores. Y esta otra que se entabla en la oralidad: la anécdota, el chismorreo, el comentario sobre su vida.
En el verano de 1996, Silvina y Betty viajaron juntas a Cuba. Asistieron allí a festivales y reuniones. Pasaron hambre. De aquel viaje, tal vez, Betty conserva las deidades y pinturas de la religión yoruba que hoy resguardan su biblioteca. En su casa, supo haber una antigua foto del Che, que le obsequió personalmente el propio Fidel. Betty le regaló esa imagen a su dentista, fascinado ante tamaño tesoro. Tuvo una vida nómade, llena de viajes y amistades, poeta gitana. Vivió además en Buenos Aires, donde estableció un montón de contactos con poetas conocides.
Silvina conoció a Betty en la presentación de su libro Bajo el signo del León y quedó impactada con su lectura. Fueron amigas desde entonces. Una amistad sellada con la palabra. De aquel esplendor que Betty afirmaba en sus llamadas y charlas con conocides, Silvina trae el de su escritura. Una poesía libre, como afirma, entre hermética y sencilla, rebelde respecto de las convenciones de la lengua: palabras juntas, silencios, versos arbóreos y versos breves, lirismo y despojo, verso libre y rima. Silvina entendió, después de la muerte de su amiga, la decisión de donar la propia casa para la Municipalidad. Ahora sí, dice: “Betty proyectaba una forma de darse a conocer, a leer, a pensar la literatura desde la particularidad de su casa. Un gesto de profunda generosidad y confianza en el futuro”. ¿Un vaticinio?
Cuentan quienes la conocieron que, cuando alguien le preguntaba a Betty cómo estaba, ella decía “espléndida”, a pesar de las múltiples dolencias que el cuerpo enfermo podía tener. Porque ese cuerpo, el mismo que muches recuerdan convocando la fuerza y la potencia de la poesía en sus declamaciones o recitados, también fue un territorio de dolores. La poeta sufrió, a lo largo de su vida, varias intervenciones médicas en diferentes partes de su cuerpo, incluidos sus ojos, esa lámpara por donde se mira el universo. Sin embargo, toda su vida hizo de eso materia poética, no sólo en su forma de vivir -abriéndose al mundo en continuos viajes, sin cobardías ni reparos-, sino también en su escritura que fue un movimiento constante de crecimiento. Betty Medina Cabral no tuvo miedo de su cuerpo: lo gozó hasta el último instante haciendo de él un canto, una invocación.
En 2004, Betty recibió una invitación para participar en el VI Encuentro Internacional de Escritoras Inés de Arredondo que se realizó en Guadalajara. En el mail -que Betty guardaba impreso-, le solicitan que adjunte una foto de sí misma y que debajo de ella transcriba una frase de su obra que la defina. Escribió: “El fuego será fuego aún bajo el agua”. Lo trazó en puño y letra para que Gracielita, su hija, hiciera la labor de enviar el mensaje. Betty pide que se la conozca con esa frase. Entonces, tomamos su memoria y montamos un ritual. Una fogata que la recuerde prendida, aun con la lluvia que le ha caído encima a las escritoras durante tanto tiempo. Un fuego creador para nuestra poeta. Una lucecita en este monte de malezas, la poesía.
Descargá aquí dos poemas inéditos
*Por Rocío Sánchez y Camila Vázquez para La tinta / Imagen de portada: Rocío Sánchez y Camila Vázquez.
*Coordinadoras del espacio municipal Museo Betty Medina Cabral. Casa de poesía (Río Cuarto, Córdoba).