Leer Feminista

EL CULTO A LAS MONTAÑAS

 

Notas de lectura en torno a La luz y la montaña, de Soledad Urquía y otras vicisitudes espíritu-territoriales

 

por Camila Vazquez

 

I

Imagino que puedo hacer una meditación en esta nota. Que en lugar de hacer algo como una reseña, escribo una meditación. Una idea inútil, por lo demás, porque la meditación busca aquietar la mente y, creo, el lenguaje escrito la despierta. Pero supongamos que escribo una meditación de pura amateur, como se escribe un poema por primera vez. Empezaría diciéndote que cierres los ojos -una imposibilidad, por lo demás, porque estarías leyendo esto- y que hagas al menos cinco respiraciones profundas.

 

II

Hago yoga casi todos los días, pero como una necesidad vital más que como un saber. Un intento por domar al bicho. Volvemos a la meditación. En este momento, fallaría en la escritura. Podría seguir algo como una visualización. Un escaneo corporal. Una focalización de los chakras por colores. A veces intento incluir algo de esto en mis talleres. Una breve respiración antes de empezar, que es algo que quisiera hacer siempre. Sobre todo cuando me toma el impulso, que es lo que más abunda en mí. Pero fallaría, digo, porque me daría vergüenza. Creo que con la espiritualidad me pasa lo mismo que con hablar en inglés: me da vergüenza. A veces temo que se me filtre la sensibilidad que aprendí del tarot, un lenguaje poético que leo a menudo, sobre todo cuando estoy carente de belleza existencial, cuando la productividad me toma los días. El tarot me la devuelve: construye sentido con el juego, con el azar, con la imagen arquetípica. Su verdad, si me pongo platónica, es verdad en tanto que belleza. La posibilidad de leer los dramas de la vida como si se leyeran poemas, pero poniendo dibujos sobre él. Sobre el poema y la espiritualidad conversamos con la poeta y amiga paranaense, Rocío Fernández Doval, que investiga en su escritura los cruces entre el yoga y la poesía. Ella dice que el estado del cuerpo posterior a la práctica instala un tiempo diferente al de la mente, que es volátil y de barullo. Compara esa sensación con la del acecho del poema. El estado en el que nos deja el poema cuando aparece: una forma de ingresar al ahora.

 

 

III

Para esta altura, ya habríamos abandonado la respiración. El super yo hiper occidental que vive dentro de mí aniquiló mi fantasía de coordinar una meditación imaginaria. “Coincido en que hay algo terriblemente impúdico en hablar sobre espiritualidad. Y también algo riesgoso: no solo la considero mi parte más íntima sino también la más vulnerable”. Eso dice en un fragmento de su diario la narradora de La luz y la montaña de Soledad Urquía (Tenemos las máquinas, 2021), recientemente editado en España por el sello Las Afueras. Acuerdo con ella. Hay algo terriblemente frágil en compartir la fe: ¿cómo abrir algo interno que es totalmente intangible, que es casi como el material del sueño o de una idea, pero que nos mantiene unidas al mundo, por más disparatado que sea? Y en un sentido más oscuro: ¿cómo abrir a otrxs los miedos más grandes, la boca oscura que nos traga de noche y tiene sed de claridad?

Cuando era chica, mi mamá me hablaba siempre de los ovnis. Según ella, las Sierras de los Comechingones, en las que me crié, no tenían la misma vibración que el Uritorco. Mi mamá fue yogui. Practicó durante años el Método Silva de control mental e hizo varias subidas a Capilla del Monte. Luego vino la familia y la maternidad. Cada tanto deja entrever que aquellos fueron sus mejores años, sus años de mayor completud. Por entonces, yo era adolescente. Me estaba divorciando de dios, como dice mi amiga Melisa. La fe de mi mamá me daba vergüenza.

No conocía todavía la palabra feminismo. Pero la idea de los ovnis estaba, para mí, necesariamente ligada a la autoayuda, material de lectura que mi mamá leía con fervor. Con los años, sus hijes se formaron en humanidades. Ella empezó a callarse la fe ante los sucesivos cuestionamientos de su descendencia progre y atea.

Durante muchos años creí que el feminismo era lo opuesto a la autoayuda, ese discurso que nos dijo que podíamos hacer todo solas: hasta controlar nuestra mente. Y, aunque todavía siento resquemor por estos lugares de enunciación, no podía, por aquel momento, considerar que aquel era un discurso dirigido sobre todo a las mujeres. Desesperadas en un mundo patriarcal, pedían a gritos un lazo espiritual para una forma de vida que las trataba como cosas -pienso en el libro harto citado, Las mujeres que aman demasiado-.

También yo tuve que callarme la fe: una especie de karma por los pecados soberbios de la juventud. A casi nadie le cuento que leo el tarot; que hago una serie de asanas cada día; que, más de una vez la terapia no me alcanza y necesito un sentido más grande, que encuentro solo en aquellas Sierras de los Comechingones, en ciertos momentos de epifanía en la lectura, en la escritura o en el amor.

Antes, también quise corroer la fe cristiana arrastrada durante siglos. Aunque vi a la virgen de chica, injurié contra su figura por el mandato de ser casta y sacrificial. Eran los años fervorosos en los que teñíamos las calles de verde. Siempre me pregunto cómo es posible construir una espiritualidad menos nociva, más afuera de la culpa y más cerca de la responsabilidad, sin destronar esas politicidad que también tiene lo sagrado. Otra amiga, Paulina Cruzeño, siempre se ríe del gesto patriarcal de creer que antes del siglo XX no había feminismo: ¿qué hacían nuestras abuelas para sobrevivir al golpe, a la miseria, a la sobrecarga familiar? Algunas, como mi abuelita Luci, rezaban a todos los santos: los paganos y los reconocidos.

 

 

IV

La luz y la montaña es el segundo libro de Soledad Urquía, que, además de escritora, es la editora del sello Chai. Leí este libro con un gran fervor. Escuché a otros lectores,como Fabián Casas, decir lo mismo: el hecho de no poder soltarlo. Se trata de un diario que reúne las vicisitudes espirituales de una chica que es madre y se muda a Traslasierra. Es un diario como una novela. Hay algo del registro íntimo que te captura. La sensación de estar siguiendo de cerca una vida real, la sensación de que en la vida concreta de alguien, incluso en su vida sutil, hay muchísima belleza. Así es que lo leí de un tirón un día de alergia estacional internada en mi cama. El libro de Soledad me produjo algo muy semejante a los primeros fragmentos de Yoga, de Emmanuelle Carrère. Esa sed de sentido que tienen algunas personas que vuelcan su existencia a la búsqueda radical de eso que falta. Esa sed que puede derivar en la locura, en el fanatismo, en el delirio. La parte que más me importa de esa fe. La oscuridad.

La narradora de La luz y la montaña es honesta: aunque tiene un tono reflexivo y las lecturas que comenta evocan ese estado de paz, sin dudas es una narradora desesperada. Acaba de tener una hija y sus maestros machirulos le auguran lo peor. La maternidad la reúne con la vorágine de la vida y el presente, algo que, según el chamán de la narradora, es un gran obstáculo en el camino de ascenso espiritual: “-Es gravísimo lo que me contás- dijo Mario-. Yo sentía que justo este año ibas a dar un salto y ahora…Igualmente el ego hace eso: cuando estás por liberarte, tu sombra te boicotea y hacés algo que te ata a la tierra. Nada te ata más a la tierra que un hijo.”

En su camino espiritual hay tragedia, hay sentido difuso, hay preguntas. No es un camino inverosímil ni empoderado. No es un camino con respuestas. Es un camino con respiración. Una práctica de senderismo en las sierras: si alguna vez trepaste una, sabrás que los cerros no se terminan. Incluso aunque llegues a destino. Siempre hay otra subida escarpada. La espiritualidad llega a ser una tensión entre ella y su actual pareja psicoanalista: el recuerdo de India, casi como el recuerdo de un ex idealizado: “Antes se le prendían alarmas cada vez que yo quería hacer algo conectado con la India. Por mucho tiempo, ese país fue casi una tercera entidad en nuestra pareja, como si fuera un ex que insiste y del que yo no me puedo olvidar del todo”. Uno de los momentos más hermosos del libro narra la muerte de Camilo, un amigo yogui de la protagonista con el que mantenía una relación entre la amistad y la tensión ¿sexual?, quizás la admiración hacia el maestro por su vida extrema, algo que ella busca constantemente. Esa tensión nunca se resuelve y Camilo muere sin que ella pueda despedirse. La narradora escribe una carta a lo largo de varias entradas para duelar esta pérdida.

Al igual que el narrador de Yoga, la protagonista de La luz y la montaña esboza unas respuestas tentativas a las preguntas: ¿qué es la meditación?, ¿qué es peregrinar?, ¿qué sentido tiene meditar?

“¿El esfuerzo que hacemos para meditar tendrá necesariamente una recompensa?¿No estamos replicando la lógica occidental de causa y efecto, de premios? Para mí, lo más interesante de la práctica es la idea de hacerla sin esperar nada.”

 

V

Criada, entonces, en ese corazón sagrado que son las Comechingones, con una madre mística y un entorno vivo y salvaje: ¿cómo me iba a librar yo de la fe? Pienso en la fe como una experiencia vital. No me importa si dios existe. No me importa la discusión por las vidas pasadas. Me importa, porque me ocurren, lo sagrado y lo ominoso -pero lo sagrado como la fuerza que contrarresta lo ominoso- en tanto experiencias del cuerpo. Creo que la fe es un último resquicio primitivo que nos queda, afuera de la razón. Pienso en en el gesto natural de la alabanza: un gesto de humildad, de reconocimiento de la finitud, un pedido de auxilio divino, un gesto de agradecimiento.

 

VI

Otro aspecto que me cautivó del libro es la construcción de una Zona. La Zona. La narradora de La luz y la montaña se refiere todo el tiempo al valle de Traslasierra. Casi nunca dice San Javier o Yacanto: dice Traslasierra. Sin embargo, yo que soy merlina aunque me fui de allí, nunca digo que soy de Traslasierra. Digo que soy de Merlo -me gusta el aire serrano/ y por eso soy puntano, suena en mi corazón-. Tengo una hipótesis provincial, la diferencia entre vivir en San Luis y vivir en Córdoba, pero ese es otro tema.

En el libro de Soledad se construye un territorio propenso al misticismo. Una población llena de porteños y recién venidos, a veces colonizadores y dizque magos del valle. Me gusta la acidez de la narradora, que vive todo con rigor y disciplina y se nota su preocupación genuina en torno a India, la meditación, la práctica del yoga y tantas otros saberes que no sé nombrar. La protagonista consulta a un astrólogo, a especialistas en hierbas medicinales, etc. La oferta espiritual de La Zona es amplísima. Sin embargo, no deja de lado esto: hay que saber afilar el ojo. ¿Por qué es tan finita la línea entre un chanta extractivista y personas que ofrecen con seriedad saberes rigurosos y ancestrales?

A veces siento bronca por aquellos que se instalan en La Zona y, en menos de lo que canta un gallo, ya son ascendidos espirituales, conocen el monte entero sin abismarse a la crudeza de los meses sin turistas, al miedo en una noche en las sierras, ya son lugareños por el simple hecho de experimentar una vivencia humana como la admiración ante la belleza de la naturaleza. Pienso, sin embargo, en un sentido democrático de lo sagrado de las montañas y en la posibilidad de que cualquier persona que lo desee, pueda vivir más cerca de los lugares que cobran valor espiritual para cada unx.

La autora toma una cita de Matthiessen para explicar esto: “La fascinación de una montaña como esta es tan intensa y, al mismo tiempo, tan sutil que, de manera espontánea, las personas se sienten atraídas hacia ella desde cerca y desde lejos como por fuerza de un imán invisible; y soportan indecibles penalidades y privaciones por la necesidad inexplicable de acercarse y rendir culto al centro del poder sagrado(…)”. Algo que yo misma puedo experimentar cuando paso meses sin visitarlas, sin estar sola en el arroyo, leyendo, respirando. Un decaimiento emocional por estar lejos de lo primario: las sierras y la familia. O ambas juntas: las sierras como mi familia.

 

VII

Lo espiritual nos pone en un estado de paridad: todos sufrimos, todos merecemos un instante de luz que nos alivia, que nos sostenga. Aún cuando no se manifieste nunca y su búsqueda sea un constante vacío: respirar. Todos somos la puta y la virgen y en ambos caminos hay luz, haya luz. Sin dudas no soy mejor que los autodesignados iluminados recién venidos de la ciudad, aunque mi bajeza espiritual me haga despotricar con ellos. No soy mejor que los avistadorxs de ovnis, ni más iluminada por llamarme haberme llamado atea. Ni más inteligente ni razonable. Yo también amo la montaña, la quisiera solo para mí, como se quiere en los lugares mezquinos y oscuros de una misma, contra los que se lucha de distintas formas: quizás respirando, quizás bailando, quizás plegando el cuerpo. Pienso en la montaña como templo, las placas elevadas como dos manos juntas, a la altura del pecho. Pienso en este poema que escribí hace unos años, como enlazado a esta conversación:

 

Salto del Tigre

 

hubo una tarde en la que quisimos ser vírgenes

 

entonces teníamos una profesora de catequesis con ideas

new age no leíamos la biblia

pero pensábamos en la alabanza

un modo de vida como un rezo

 

nos esforzábamos por ser salvajes estábamos

a punto de olvidar a dios futuras humanistas en prestigiosas

universidades insistíamos en besarnos con todo el mundo

salir con varios y negarlo todo

en el camino de la alabanza éramos magdalenas

 

después de trepar varios minutos después

de contemplar la cascada imponente con nombre

animal la profesora nos contó

su sacrificio como un secreto

 

una ronda de mujeres la escuchaba conmovida

ella había hecho un voto de castidad su marido diácono

se lo había pedido

 

nosotras

dispuestas a desvirgamos con tal de comprobar

los prodigios del pene entregadas todas a la pronta desilusión

aprendíamos que la fe es un salto al vacío

 

como el del tigre

abajo no hay mucho

agua clara y cristal de roca

hombres brillantes

castidad desenfreno

no importa lo que te proyecte a saltar

 

lo sagrado es un momento de suspensión

 

 

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