Leer Feminista

En el vacío entre lo dulce y lo amargo hay una garza

Notas de lectura en torno a La paciencia del agua sobre cada piedra, de Alejandra Kamiya (Eterna Cadencia, 2023)

 

por Camila Vazquez

 

Lo primero que experimento es una pregunta: ¿a qué se parece esto? Rumio unos cuantos días esa sensación. Esa falta de lazo o de parentesco. No se parece a nada. Pienso. No de manera directa. Leo y releo el libro. Dos veces. Algunos cuentos, tres. Tiene un ritmo pausado y sutil. Nada sobra. Es un libro sobrio y elegante. Podría decirse con tranquilidad que este libro es una garza, uno de los mismos animales a los que refiere, entre tantos animales. Que está escrito con su pulso. Es austero y bello. De una belleza casi silenciosa. Y que eso, el silencio, pero mejor, el vacío, es un punto neurálgico en la escritura de Alejandra Kamiya. 

Lo segundo que pienso es que soy demasiado occidental y me doy un poco de vergüenza. Estoy tan atravesada por la experiencia de mi formación en Letras que siempre leo así, con manías investigativas: leo en clave de tradiciones e historia literaria. Con qué estética dialoga tal obra, cómo se inscribe la obra de tal en esta época, cómo podemos periodizar la literatura argentina desde una perspectiva feminsita. Así leo. O esa es la lectura que predomina en el intelecto. Yo tengo la creencia, además,  de que también leemos con el cuerpo. Que eso que leemos, como aquello que nos dijeron en la infancia o todo lo que callamos, hace agujeros en nuestra piel. 

Estoy tan preformada por las prácticas occidentales que desoigo esa lectura y, durante días, me cuesta escribir esta nota. Este borrador. Me digo: calma, si son notas de lectura. No es una tesis. No es un paper. Son notas, como el margen de tus libros. Pero la nota no sale. Quiero decir cosas esperables, hablar del maestro de Alejandra, que según dice en entrevistas fue el propio Abelardo Castillo, pero, felizmente, ese dato no dice nada de su escritura. Una pensaría que tiene que encontrar al maestro en la voz de unx escritor más joven y no. La maestría consiste en que no haya voz del maestro en la voz de lx alumnx. Eso dice algunas cosas de Abelardo, además de su labor como escritor, uno de los mejores cuentistas de nuestra literatura, pienso. Pero “mejores” es apenas un adjetivo que empleo para referirme a una gran cantidad de voces entre las que nunca puedo ni quiero elegir. También digo “nuestra” y advierto con pudor eso que tanto docentes posmodernos cuestionan con desde las literaturas comparadas: ¿producir literatura en un mapa construido políticamente, desde Jujuy hasta Tierra del Fuego, alcanza para conformar una literatura nacional? Me corro del cuerpo, otra vez.

La lectura que hace mi cuerpo de este libro sugiere otras cosas: no leo el libro de un tirón. Cada cuento es como un bocado y alcanza. No hay trampas en esta escritura. No hay sacudones: incluso lo más terrible ocurre con delicadeza. La muerte, por ejemplo, una garza que se desangra sobre la laguna. Un toro que marca las formas del día. 

Lo tercero es esto: pensar que no se parece a nada es desconocer una de las lecturas que el texto pide. Por un lado, no reducir una obra por la genealogía familiar de tal o cual autorx. Por ejemplo, Alejandra es hija de un japonés y una argentina. Por otro, no desconocer la experiencia biográfica de lxs autorxs, el contexto en el que producen sus obras, su momento histórico. 

No sabría decir qué es lo japonés ni me atrevería a hacerlo, pero hagamos el ejercicio de pensar: ¿qué es lo argentino?, ¿cómo aparece en un cuento? Si dijéramos que el cuento de una supuesta escritora escocesa es muy argentino porque habla del fútbol, ¿no sería un cliché? En cambio, me encantaría leer un cuento muy argentino por su tono. Cómo es la sintaxis oral de determinadxs argentinxs, cómo es su ritmo para hablar, cuál es su jerga. Pero eso implicaría una universalización que, de seguro, nos dejaría afuera a lxs chuncanxs como yo, que hablamos con cantito, usamos los hermosos artículos antes de los nombres y nos comemo las ese. Porque el tono argentino parece, para muches, que es el habla porteña. Una especie de español neutro al interior del país. Divagues. Todo este rodeo para decir que, mal o bien, esa lectura adivierte no un tema, sino modo de tratar la muerte, de enunciar con sutileza y sencillez, de construir historias entre la fábula y el absurdo, entre el sueño y la vigilia, algo que descorre el velo de un modo muy occidental de leer. No es que no se parezca a nada, seguro avezados investigadores encontrarán antecedentes literarios para poner en diálogo la obra de Kamiya. Por ejemplo, una amiga, Virginia Abello, dijo que el tono filosófico de algunos cuentos de Alejandra le hace pensar en Borges. También, la inclusión de aforismos. 

Por el momento, experimento esa sensación de extrañeza. Perros que hablan sobre preguntas existenciales, noches como toros, gatos que también conversan y comprenden el mundo, monos terribles y dulces; gauchos artistas. La paciencia del agua sobre cada piedra no es un libro de cuentos fantásticos, ni de ciencia ficción. No es un libro construido en torno a los géneros. Tampoco es un libro sobre animales. En alguna entrevista, Alejandra afirma que la naturaleza la apasiona. Pero noto que esta naturaleza de la que habla no ingresa al texto de un modo extractivista, sino de manera imaginativa. Quiero decir que en los cuentos de este libro -en los que se visitan temas como la muerte, la vejez, el paso del tiempo, la soledad, la los animales- la autora no intenta copiar el gesto vivo de las criaturas: Kamiya inventa un habla para sus criaturas, preocupaciones, dolores existenciales. No romantiza lo animal, sino que se queda en el vínculo. La conversación entre lxs humanxs y las criaturas menos domesticadas. O bien, los humanos quedan en un segundo plano hasta perder su nombre y que los únicos con sustantivos propios sean los perros, como es el caso de La pregunta de Rawson, cuento al que me referiré en breve. Y hay algo de no occidental en esta falta de encasillamiento que habilita el texto, ese espacio gentil que ofrece a los lectores, el mismo vacío, 

En el cuento La garza, tres personajes que aparecen focalizados por una voz en tercera cuentan un poco de pampa desde cada perspectiva. Hay una historia de desamor y desencuentros. La llanura argentina se ha escrito, y se sigue escribiendo, desde aquellos textos que inauguran esa literatura que llamamos nacional hasta hoy. Pero esta llanura, con sus pendencieros criollos, sus amenazas, sus deudas y ajustes de cuentas, se cuenta con la misma austeridad de la que antes le hablaba: “copia la forma del terreno que no es otra que la vida, y si la vida es completamente lisa, la espera continúa por siempre como una rueda que gira sola sobre el vacío”, dice el narrador sobre Renata, una de las protagonistas. Algo semejante ocurre en el cuento La herencia, en el que quizás el campo sea otro animal. 

En La pregunta de Rawson dos perros se hacen amigos en el camino diario que hacen con su paseadora. Tienen charlas trascendentales y tristísimas. Los animales de Kamiya alcanzan una profundidad que no sabemos nombrar – “ ya nada tiene nombre porque los nombres se han desprendido de las cosas y las muerden”, dirá en otro cuento- pero que sospechamos en la tristeza del perro que no come porque extraña a su dueño; en la intemperie de la gata mojada tras un diluvio feroz; en la felicidad de los potrillos que se bañan en el río con los carreros. Hondura de vivir día por  día, al decir de Circe Maia. Oso y Rawson, los perros, conversan sobre los días iguales y ensayan una salida: “Rawson le dice a Oso que tal vez un modo de salir de la repetición sea justamente intentar buscarla”. 

En Los ensayos, una hija cuida a su madre enferma y a cada instante teme lo peor aunque no lo nombre. Cada noche, cada momento del día, cobra la densidad de una vaca hasta que las vacas se hacen manifiestas: “La noche es un toro que ha vuelto y duerme. Intento ser liviana, inaudible, para que no se despierte”. Recuerdo mi primera vez con los toros. Yo tenía cuatro años y mi hermano tenía una remera roja. Estábamos con mi abuela Alcira en La Falda de vacaciones. Caminábamos por las sierras y tuve la experiencia de lo agreste por primera vez. Después, los toros. Ahora dudo y no sé si me lo inventé o esto ocurrió de verdad. Uno se nos cruzo en el camino y mi papá, que venía con nosotros, indicó el cuidado. Recuerdo mi mismo respeto, el sigilo para no enojar a la bestia. Para no llamar la atención con sus colores. La muerte como una fiera que no embiste si nos advierte vibrantes.

Pienso entonces en el punto que alcanzan los textos en el que el género deja de importar, si son o no cuentos fantásticos, con qué obras dialoga -aunque todo texto sea un diálogo-, porque lo que prevalece es, en lugar del gesto por tapar el vacío, escribir desde el vacío, construir no en contra del silencio sino a su favor. Todo aquello a lo que la cultura occidental que nos performa se resiste. Creo que esa cosmovisión otra se hace presente no en los temas, sino en ese lugar de enunciación. En el cuento Lugares buenos su protagonista anciana se refiere a los perros como lugares y hace una historización de su experiencia con ellos hasta el que tiene en la actualidad. Pero en las subhistorias que entrama el cuento aparece la historia cultural, familiar y biográfica del personaje: “Los otros chicos decían que yo era china y eso un día mereció un castigo”. Más adelante dirá: “ En ese entonces ser japonesa había pasado de ser una especie de deshonra a ser una ventaja. Me había vuelto “exótica”, y lo que antes me había valido castigos ahora parecía ser bueno”. Y más adelante: “Fue cuando ser japonesa se volvió una explicación para mí misma: si no encajaba donde estaba era porque pertenecía a otro lugar. Lo que descubrí fue que ese lugar existía y fui como el marinero que en el carajo, en la punta oscilante del mástil, con el telescopio en la mano grita “Tierra”.”

Esta citas me llevan a un ensayo de Virginia Higa titulado Qué es ser un escritor nikkei y otros juegos de la identidad. Allí, la autora piensa en los genes, en la sangre, como en la carta astral: un montón de datos que hablan sobre nuestro pasado, pero no definen nada. En cambio, se pueden construir sentidos, historias, linajes, rupturas y lealtades sobre ellos. Una vez la invitaron a una mesa de escritores nikkei que compartió con Kamiya. De aquel encuentro deriva su ensayo. Higa afirma que lo nikkei -una palabra que refiere a lxs migrantes japoneses y a sus descendientes- es una relación de amor imposible con Japón, algo que es importante para sus escritorxs, pero no para Japón. Para esta cultura, Japón es algo extraño y familiar a la vez. Por ejemplo, la propia Virginia escribió una novela sobre italianes pero que, según ella, construyó necesariamente desde una mirada nikkei. De allí tomé prestada la analogía de la escocesa. No hay un “tema nikkei” sino un punto de enunciación. Como los feminismos, que, mejor que ser un conjunto de temas o preocupaciones, son modos de leer el mundo. Acuerdo con esta autora en el uso de las categorías como puertas: para entrar o salir, para habilitar. No para esencializar. 

Durante toda la lectura del libro se abrió en mí el diálogo con el libro Potencia de la dulzura de Anne Dofourmantelle. Quisiera tanto poder citar aquí algún fragmento puntual, pero se lo presté a una amiga y arrebatar los libros antes de ser leídos me duele en el corazón. Recuerdo, sin embargo, una insistencia de la psicoanalista francesa en correr a la dulzura de lo edulcorado, de lo ultraprocesado, para rescatar, en cambio, su fragilidad, un borde delicado que puede perderse en cualquier momento, pero cuyo valor reside en su delicadeza, en su belleza sutil, en su detalle. No podría decir que los cuentos de Alejandra son en sí mismos “tiernos”, un adjetivo no tan sinónimo de lo dulce. Más bien creo que son dulces a la vez que amargos. No son gustos con estridencias. Son espectros del sabor, atmósferas. En el vacío entre lo dulce y lo amargo, está aquella austeridad, aquella sutileza, aquella pausa. En el vacío entre lo dulce y lo amargo hay una garza. 

Hago el ejercicio. Busco, como Kamiya, la poesía en el cuento. Practico torpemente la disolución grácil y natural de los géneros, como nadarían peces entre distintas masas de agua. Sin notarlo. Escribo el título de esta nota.

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