Leer Feminista

Lengua de santas

Notas de lectura sobre el poemario Técnicas para cegar a los peces, de Rosabetty Muñoz.

por Camila Vazquez

I

Siempre digo que soy atea para salir rápido de la encrucijada. Es una marca de la gente -tristemente- progre. Decir que no cree en un dios ni en ninguna institución. En efecto, no creo en ninguna institución religiosa. Pero es mentira que a) no crea en ninguna manifestación sagrada; b) no practique ninguna forma de la religiosidad. Lo hago. Medito. Temo y me asombro por la exuberancia y también por la ausencia de lo no humano. En este momento de mi vida, podría decir que experimento cierto estado panteísta. O que no lo soy como una esencia, pero que tengo esa visita sagrada en muchas experiencias vitales y comunes. El amor, la naturaleza, la poesía, el sexo.  De chiquita, sin embargo, tenía un fervor religioso muy grande.  Odiaba al dios cristiano por su impiedad y por su capacidad de verme a todo momento. Era un padre insoportable. Le rezaba para que su castigo no recayera sobre mí. Pero me sentía absurda en esos rezos con palabras aburridas que no conocía. En cambio, cuando aprendí a andar en bici, iba todos los días a ver a las hadas que vivían en las campanitas violetas y hablaba con ellas. Tenía 10 años y ya sabía que  las hadas como fuerza material no vivían ahí. Pero era otra cosa lo que importaba. No si en efecto las hadas estaban o no, sino la función que ellas cumplían para mí: mis interlocutoras en el deseo. Un refugio feminista e infantil por fuera de los ojos de aquel padre todopoderoso, severo, impío.

Cuando tenía cuatro y todavía vivía en Rosario, en ese litoral en el que supe nacer, un día ví a la virgen. Tenía dos rosas en sus hombros. Una imagen semejante a la rosa mística. No fue algo extraño en aquel momento para mí: ahí arriba del techo estaba la virgen. Extática.

Atribuí explicaciones al fenómeno místico para sacármelo de encima: que era la fantasía, el deseo de lo maravilloso que hace que les niñes materialicen lo que necesitan ver. Un psicologismo barato. No me siento llamada por ese símbolo. Otros me convocan mucho más. Pero sería una enorme mentira afirmar que no la ví, que esa visión no fue nítida y palpable para mí.

 

II

Temí y me asombré frente al Pacífico. Lo conocí hace algunas semanas en Chile. Soy una completa ignorante de los ritmos marinos, estoy acostumbrada al agua dulce de las sierras en las que me críe.

A lo largo de mi vida, visité tres veces el mar Atlántico en tiempos tan remotos como los de la infancia, pero menos nítidos que aquella virgen frente a mí. Esta fue mi primera vez frente al Pacífico. Un oleaje constante, un agua turquesa, un viento helado. Viento helado/voy al viento dice una canción de Rosario Bléfari.

Huiros, pelícanos, niños muertos que llegan a la costa. Paramos en Laguna Verde. Un lugareño al que levantamos en la ruta nos dijo que este lugar era como una isla. Como una. Pero no una isla. Otros lugareños nos contaron la historia del joven muerto que apareció en playa Las Gaviotas un día antes de nuestra visita a ese lugar. Estuvimos en playas desérticas, con la posibilidad de esa inmensidad solo para nosotres, y sin embargo, temimos.

Todo el tiempo sentí que el Pacífico era un dios. No un dios griego, no Poseidón. Otro, que yo no podría nombrar por ser afuerina. Por estar, justamente, clausurada a la magia que solo conocen los lugareños.

Diré que es este dios inmenso el que me arrojó este libro que les voy a comentar: Técnicas para cegar a los peces (Universidad de Valparaíso, 2019), de la poeta ancuditana Rosabetty Muñoz, oriunda de la isla de Chiloé, además, que entre otras tantas menciones, ha recibido el premio Pablo Neruda de Poesía en el año 2000. No pude conocer Chiloé. En cambio fue el mar el que trajo, primero en un libro de poesía y luego, en charlas con Carolina, una mujer muy amorosa que nos alquiló una parcela en Laguna Verde, el rumor de aquella isla. Carolina vivió allí y me contó sus dos etapas en el lugar.

Lo primero que aparece en internet sobre la isla son términos como los que siguen: jesuitas, mitos, brujas, caza de brujas, huiliches, contaminación. Podría detenerme en la historia de la cultura chilota pero sería una mentira. Incurriría en el exotismo intentando explicar un mestizaje cultural del que soy ajena. En cambio, puedo compartir lo que me contaron: que aunque la cultura chilota predomina el cristianismo, las figuras sagradas de los isleños conviven a la par de las primeras. Uno de los eventos más importantes de la isla es la fiesta del Nazareno de Caguach, además, un figura importantísima en el poemario.

En Técnicas para cegar a los peces asistimos a la desgarradura de un orden sagrado en muchos ejes: la profanación del templo inmenso de la naturaleza y la lenta muerte de las imágenes divinas. Pero también asistimos al intento de sutura que son, por un lado, la poesía y, por el otro, la restauración. El libro se divide en tres partes -que en verdad son cuatro, la primera, aunque sin número que la preceda, es la puerta de ingreso a ese tríptico integrado por: Marea roja, Los restauradores y Lengua de santas-.

Con versos despojados, pero teñidos no solo con los términos, sino con la cosmovisión y, por ende, con la estructura sintáctica de una habla isleña -o el artificio hermoso de la recreación de una habla, como lo es todo intento por recear la oralidad en la literatura- de a ratos; con lenguaje técnico y específico, con prosa para la voz de los científicos; con lamento y testimonio para la voz de los santos, Rosabetty nos acerca a eso que ella misma denomina como escritura situada. Afirma la poeta en una entrevista para Ladera Sur: “siento que mi escritura cada vez más es lo que entiendo por una escritura situada, con un sitio específico de origen y con temas que son particulares de esta cultura, pero con vocación universal en el sentido de que no se está escribiendo sólo para este grupo humano ni para mis vecinos, sino que, precisamente, junto conmigo estos vecinos de estas comunidades puedan dialogar con otras.” Mientras releo la entrevista, resuena en mi mente la voz de Carolina, que se crió y luego volvió a habitar la isla. “Los chilotes hablan cantadito. Tienen muchos términos como yapo, sipo, catay,  mi chica, estay privado.” Algunos que recuerdo haber escuchado en su voz las veces que charlamos. Creo mucho en la música de las oralidades de cada lugar. Sobre todo cuando un tono, un modo citadino de hablar se hegemoniza y se erige como el sonido neutral de una lengua para nada neutral. Creo que el cantito es lo más vivo de una voz aquerenciada en una tierra.

Vuelvo al poemario. En la globalidad del texto podemos leer dos grandes movimientos, como el vaivén de una ola. La pérdida de un paraíso perdido, o al menos, de una dignidad perdida. Luego, los intentos por recuperarla. En Marea roja leemos el derrumbamiento económico, ambiental y cultural.

 

Se ha producido el temido desembarco

y dejamos los gualatos,

                                   las cosechas de manzanas,

el cuidado de las gallinas

rendidos a la humillación del salario mínimo.

Nuestros muchachos

dejaron su escafandra en el fondo del mar

                           y subieron

zumbando las cabezas,

                                   saltando los ojos

o tullidos.

Sabíamos que algo se estaba gestando

                           allá, en lo profundo.

 

El “Mayo chilote” o crisis de la marea roja fue una catástrofe social, ambiental y económica que tuvo lugar al sur de Chile, en el archipiélago de Chiloé. La floración de un alga nociva generó el efecto rojizo en el oleaje, pero sobre todo, la muerte de miles de peces; afectó a los pescadores artesanales y generó la muerte de varias personas.  Rosabetty Medina dice así la crisis económica:

 

Viejos hermanos ciegos

Dios nos puso en un jardín,

Y lo perdimos.

 Fueron cerrando los ojos

porque no querían ver.

Vendrán otros peces

de ojos comestibles y pieles calcáreas.

Tendrán escamas con mensajes cifrados

que tampoco entenderemos.

Dice así la crisis ambiental:

Ahora, en los veranos

oleadas de calor mantienen los campos en sequedad.

Las bestias boquean

hilos de baba gotean desde sus trompas.

Desde el aire, el amable aspecto de las islas

se reduce a cercanos cuadros café.

Árboles estáticos y tardes de insectos zumbones.

La dicha del agua se evaporó en columnas.

Esa humedad nos falta.

Y así, la religiosa:

Se termina esta parte de la historia.

Nuestros ritos han entrado en fase terminal.

Hay barcos de turistas que asisten al espectáculo de la fe

y, en la explanada, frente a las puertas de la iglesia,

ejercen su comercio los derrapados del continente.

El santo Nazareno sale cabizbajo,

ahora, con más razón que nunca

avergonzado, tal vez, de estos sus fieles

                                     que terminan ebrios durmiendo en la pampa.

 

Esta muerte de los rituales nos da paso a la segunda sección del libro y a la festividad de Nazareno de Caguach a la que la poeta refiere así en la misma entrevista antes citada: “aquí en Chiloé hay un tremendo tejido mítico, con una cantidad de personajes bastante oscuros como los «brujos» que existen hasta hoy. (…) Ese sincretismo, entre la religiosidad popular y lo que traían los Jesuitas, ha hecho que tenga una muy particular concreción aquí. Y esa santa del libro es lo que más me interesa, entre comillas por el culto a las imágenes, ya que no es precisamente esa figura de madera a la que la gente sigue, pero es extraordinaria la relación que tiene con la santería en las capillas pequeñas de estas islas. Por decirte una cosa, ese libro está cargado de ese tipo de imágenes, hay mujeres muy pobres, sin embargo, juntan plata todo el año para ir a Castro, a Achao o a las ciudades más grandes de Chiloé para comprar muchos metros de terciopelo, telas que jamás se podrían poner ellas pero prefieren hacerle ropa a los santos, sobre todo al Jesús Nazareno de Caguach, pero apenas por un par de horas porque después la recortan en pedacitos y cada uno se lleva su pedacito a su casa para que lo acompañe todo el año, a todos los feligreses que llegan se les da un pedacito de tela.”

En Los restauradores, el discurso científico de los especialistas, desprovisto de fe, se vuelca hacia la prosa. Se descree por completo en la recuperación original de los símbolos sagrados mutilados, tullidos, sin ojos, ni manos, desnudos. Como afectados por la misma contaminación. Como prohibidos de milagrear ante semejante desastre. Los restauradores, en cambio, creen en la posibilidad de una imagen nueva entre la vieja y la refaccionada. Contra aquel discurso, contrasta el de las isleñas, que caminan descalzas y llevan sus escasos bienes para honrar a la santa, a la virgencita en recuperación.

A lo largo de todo el poemario, los paréntesis juegan un rol no solo importante, sino bellísimo. Lo que se dice entre paréntesis parece tener menos protagonismo en un enunciado. Pero entre paréntesis hablan: la crisis “(en marejadas, mar sigue vomitando medusas muertas)”, hablan las santas. Se dice lo prohibido.

Por ejemplo, que la santa está desnuda. Siempre pensé en el inmenso erotismo que hay en los íconos religiosos del cristianismo, en cómo la santificación de una figura engendra la prohibición -no tocar, no romper- y cómo la prohibición desata el deseo. Por ejemplo, este paréntesis de la santa, que le habla a Gustavo un restaurador:

(…)

Pero hay que cubrir  a la virgen porque los fieles no querrán verla desnuda, con las manos sobre sus piernas de madera y esa mirada perdida de loca, ojos desorbitados por tanto que ha visto.

(Traspasa el formón, es rico. Mira cómo se hunde. Ven Gustavo, ven con un lápiz de mina y márcame aquí, en el pie).

 Me gusta mucho esa exuberancia de la virgen. Me recuerda a la virgen que se le manifiesta al negro Tristán en el cuento El derrumbamiento, de la uruguaya Armonía Somers. Un cuento en el que la santa le pide a un negro devoto que tenga sexo con ella, que la haga de carne y no la deje condenada a la cera. Un cuento escrito en 1957. Me gusta, además, que ese gesto pagano encuentre una ranura en la mixtura cultural para manifestarse, ahí donde la institución se desborda.

 En Lengua de santas por fin se lee un atisbo de promesa, lo que solo puede conjurar una voz sagrada. La virgen bendice, seduce, susurra a las novias. En la capilla, los santos hablan, confunden sus conciencias y prometen a coro:

 

(…)

Chauras y espinillos encontrarán sus ranuras

crecerán hasta ocupar todo el espacio interior

reventarán los frutos de furioso rojo

reventará el natre y sus ramas

saldrán por las ventanas

brazos floridos.

Sus bayas hinchadas y lustrosas.

Azotándose como animal herido

esta isla será otra vez un zarzal verde y trenzado

las naves de la iglesia derrumbadas

el maderamen disuelto.

(…)

 

III

Hija de los noventa, sin tradiciones religiosas ni mitos, dejé morir en mi fe a la santa que se me manifestó. ¿Y si hubiera tenido, como la virgen de Tac del poemario, algo para decirme entre las enaguas?, ¿clausuré su lengua bendita en mí ?, ¿clausuramos lo bendito del mundo?, ¿hemos sedimentado lo que los santos, las figuras míticas, las fuerzas de los muertos en el Caleuche, la fiereza del Trauco, la magia de las brujas querían cantar por esa ranura?, ¿hablan en algas rojas y nocivas los dioses muertos?, ¿en escamas, en campo yermo, en temporales?

 

(Es yesca esta hondura en la mirada.

Peligro de fósforo encendido), dice la poeta entre paréntesis.

 

 

 

 

 

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