Leer Feminista

No se vive en la selva impunemente

 

Notas de lectura sobre La Mata, de Eliana Hernández

 

por Camila Vazquez

 

Recuerdo esa frase brutal y busco. Hurgo en mi memoria: ¿de dónde viene? Sé quién la dijo: fue Alfonsina. Storni, claro. Sé a quién se lo dijo: a Quiroga, a Horacio, acaso su amante pero seguro su par literario. Voy y busco en internet: carta de alfonsina a quiroga no se vive en la selva impunemente. Era un poema y no una carta. Un poema hermoso en el que se condensan dos tensiones maravillosas y sórdidas: la barbarie del suicidio y la barbarie de la selva. Quiroga no le temió a ninguna. La porteñada cercana lo acusaba de concebir el hallazgo de una serpiente enorme como un acontecimiento, de llevar el salvajismo a la ciudad y querer meter miedo con eso. Hoy estamos lavados de porquería new age, pensamos que la naturaleza nos redimirá de la muerte que le ocasionamos, de la crueldad de la que somos capaces afuera, con eso que es lo otro, imagínense con lo que está adentro. Todo este divague sobre suicidas selváticos -no es la primera vez que tengo el fallido ciudicida y lo escribo y lo corrijo como acabo de hacer- es para introducirme en una espesura que no es la misionera, en una selva que no es la de nuestro país, en una naturaleza que no es particularmente buena o mala. Pero que en cambio es un espacio político. Un espacio en el que también ocurre la masacre. Quiero hablar aquí de La mata (Cardumen y Laguna Libros, 2020), el poemario de la colombiana Eliana Hernández con ilustraciones de María Isabel Rueda.

Una mata puede ser muchas cosas: ese matorral que crece en las páginas negras del libro hasta comerlo todo. Una muchedumbre de pastos y plantas, un enredo de raíces. Mata también recuerda a un verbo : matar. Una gran matada, una política del exterminio. La mata se opone a los jardines pulcros, al pasto cortado, a la gramilla verde mantenida a puro riego en los countrys, con el agua que nos falta a les pobres en plena emergencia hídrica. En el imaginario latinoamericano, la selva también es el hogar del bárbaro: de indios y de guerrilleros, el refugio de los salvajes.

¿De dónde nos viene ese gesto civilizatorio, ese gesto asesino de controlar la potencia arbustiva, esa propulsión de las hojas hacia arriba, hacia el sol, ese desborde de humedad, mosquito y sombra? El miedo a la selva es como es el miedo al mar: la naturaleza es la prueba ferviente de que lo fantástico o lo ominoso, como le hubiera gustado a Quiroga, es una convención. Que lo normal, lo fuera del peligro, no solo es la neurosis en la que nos sumimos para no enloquecer de incertidumbre, sino que toda normalidad, todo gesto civilizatorio tiene su contracara en la masacre, ese otro desborde. Un desborde peor que el de la naturaleza que nos pincha o nos inocula una muerte en el veneno del insecto, porque es un desborde premeditado, decidido, organizado.

Pero vamos al poemario. La Mata recoge un hecho atroz de la historia reciente colombiana: La Masacre del Salado. En la región de Montes de María, en Colombia, en un lapso de tres años, se llevaron a cabo 42 masacres organizadas que dejaron un total de 354 víctimas. En las últimas hojas del poemario, figura esta información contundente:

Entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc) mataron a sesenta personas en un episodio que se conoce como la Masacre de El Salado. En El Salado, los paramilitares torturaron y ejecutaron a habitantes de la población en la cancha principal y obligaron a sus parientes y vecinos a ver. Después de la primera ejecución en el corregimiento y durante el tiempo que estuvieron ahí, los paramilitares tocaron las tamboras que había en la Casa de la Cultura y pusieron música en equipos de sonido que sacaron de las casas. La masacre, prolongada durante días, ocasionó la evacuación masiva de los habitantes de El Salado y de las veredas aledañas. Muchos de ellos fueron asesinados mientras intentaban huir. Los paramilitares no tuvieron ningún contendor: un día antes el Batallón de la Infantería de la Marina, a quien le correspondía proteger la zona, se retiró. La masacre de El Salado es una de las cuarenta y dos que entre 1999 y 2001 dejaron trescientas cincuenta y cuatro víctimas en la región de Montes de María. Dos años después y a pesar de la oposición estatal, varios de los habitantes de El Salado y de las veredas cercanas retornaron. Algunas mujeres fundaron organizaciones comunitarias como Mujeres Unidas de El Salado. El 8 de julio de 2011, once años después, el entonces presidente de Colombia pidió perdón por la omisión de la Fuerza Pública durante los hechos.

 

Lo más potente de este poemario, lo más político, me atrevo a decir, no es solo el ingreso de este agravio para los derechos humanos de toda Latinoamérica, sino la sensibilidad con la que Eliana Hernández puede reconstruir todo un dolor, todo un territorio, toda una insurrección sin historizar en el poema. Quiero decir que sí, que la historia ingresa, pero lo hace a través de procedimientos estéticos, como le gustaría a Bajtín. Y es por estos procedimientos que este texto me parece un poemario bellísimo y potente.

En La Mata accedemos al territorio huraño de la selva. Pero no a la contemplación por fuera de sus sujetos. Aquí sujetos y territorio tienen su voz. Primero es la historia de Pablo y Esther, un matrimonio de trabajadores cuyos hijos se han mudado a la ciudad. El poemario podría detenerse apenas en su inocencia. Pero el poemario hace algo más: humaniza. Ya hemos visto que los números solos ante la masacre acumulan un dato que horroriza, pero no conmueve. En La Mata conocemos las preocupaciones pequeñas o enormes de los personajes, su forma de decir el yuyerío, su sabiduría: saber leer la selva, conocer la tierra en la que se vive y en la que, finalmente, se será tragado, absorbido por La Noche, por la crueldad de una política que extermina a los pobres, que estigmatiza a los campesinos y que funda la violencia más asquerosa de la que se alimentan todavía las derechas. Pero La Mata hace una operación de la memoria delicadísima: nos trae la intuición de su personajes, que les ha crecido de tanto contacto con la selva, de tanta conversación con el monte: Desde hace un tiempo/ siente un cambio/ pesado, en el aire, /que no sabe cómo explicar. / Por ejemplo, /cuando pasa por el pueblo en la noche, /cuando oye que las bestias / no logran descansar. Nos trae su historia de amor, su pena por los hijos lejos. La Mata deja hablar en sus versos simples a la voz de sus campesinos. La deja hablar florida. La deja hablar con miedo. Después -cuando el miedo es ineludible y los malos augurios de las nubes, los colibríes muertos, las frutas podridas, los gatos que huyen, las bestias sin descanso, todo, todo signo se acumula y la intuición tiene razón: lo peor ocurre- sabemos que a Pablo se lo tragará esa misma Noche que es la violencia parapolicial. Sabemos que Esther se quedará sola y pensará y pensará a dónde se habrá ido, qué habrá sido de la casa que tuvo que dejar, cómo la maleza estará absorbiendo la luz, cada cosa, cada pertenencia minúscula. Que recibirá a una mujer y a su hija que también escapan, que han sido violadas, torturadas por los milicos hijos de la gran mierda.

Y escuchamos más: los testigos, sometidos a decir y a ver la masacre. Los investigadores. a la voz profunda, oscura y florida de La Mata, un organismo vivo que reelabora lo que absorbe, la memoria de sus muertos, su pena, su decir. Entre las matas, los muertos hacen el abono contra el olvido y la neurosis. Los muertos hablan entre las flores. La Mata se deja atravesar por las insurrectas y es testigo de su coraje. Antes lo fue de la crueldad. Pero también lo es del coraje:

 

Las ramas que se cruzan en el fondo del monte

no pueden contarse, tienen un principio vital,

como los dedos gordos heredados de la familia,

y las cosas que caen

sin remedio del cielo:

torrente del agualluvia.

El agualluvia golpea insistente las costras,

el agualluvia atenta contra la solidez de las piernas,

humedece con su lengua el agualluvia las cosas,

las rosetas, las ciénagas,

las aguas verdes del litoral.

Así,

se abren los cardos como frailejones,

se abren las gencianas, teresitas y los cachitos,

los geranios silvestres,

las orquídeas plegaderas

que crecen solo lejos del mar

y en el arbolar

que digiere con dificultad el monte

hay matorrales en cañadas que nadie distingue.

El pelo del monte se enmaraña entigrecido

chasquean

las barbas colgantes de liquen chasquean.

 

Cada voz tiene su registro, su respiración en el poema. La mata nombra a cada criatura, los investigadores tienen su jerga específica, su verso largo sin respiración. Asimismo con los testigos, el pulso ancho para atestiguar lo visto:

 

Dicen Los testigos:

Ese día, cuando llegaron al pueblo, preguntaron si

los guerrillos vivían ahí, si tenían mujeres ahí, preguntaron si bailaban. También si les cocinaban ahí, si

pegaba duro el sol ahí, si paseaban de vez en cuando.

Mientras preguntaban querían saber si habían ido

antes al fin del mundo, si habían hecho el amor ahí,

si tenían gallos y si sus gallos cantaban o cacareaban.

Si cantaban con el sol, como los gallos normales, o si

estaban desfasados y cantaban a las once, a las siete, a

las diez. Si había días en los que no cantaban.

 

 

 

Con belleza, con tanta, este poemario hace algo fundamental: religa territorio y sujetos. No uno por un lado y otro por el otro. Ambos juntos como dos ejes que habilitan la Historia, quiero decir, que haya historia. No personas aisladas que padecieron. Territorios y personas que padecieron, cuerpos inscriptos en un lugar y en un tiempo, con una jerga particular, con un habla, con un dolor, con sus criaturas y sus tareas cotidianas. Y más: sin explicitarlo, este poemario dice que esto es lo que se masacra cuando se masacra al pueblo. Esta gente, este habla, esta flor, este colibrí. Y todo esto se pierde sino se lo reelabora, sino se lo somete al filtro del arte para hacer algo nuevo con el dolor, con la herida de un pueblo. El poemario reelabora como reelabora La Mata, el yuyal condenado a tomar los cuerpos masacrados, pero también a devolverlos: en el río, con sus camisas ensangrentadas, en las plantas nuevas, en el brote.

 

Pero si nadie sabe cómo contener la sal

ni hacer que florezca de nuevo en las fosas,

los hechos se cristalizan

como una irrupción accidental,

extraordinaria,

y no como la detonación

de un acto que venía entrañándose.

Todo yo, todo mío,

se vuelve cielo abierto o verdín.

Pierde el posesivo pero es

agua empozándose, espesa,

que cría renacuajos.

 

Vuelvo al principio: en la historia de nuestros pueblos, los blancos y los poderosos han escrito que lo tupido, que el monte, o el desierto, como llamaba Sarmiento a lo no urbano, es el magma que funda el salvajismo. Que funda la insurrección. Y que por eso mismo hay que civilizarlo así cueste la muerte. Podríamos empeñarnos en decir que aquí que no hay salvajes, que aquí lo que hay es gente. Pero prefiero ser la salvaje. Esa barbarie de la que nos quieren lavar, para nosotras es joya. Ese habla popular, esa flor que tiene su nombre único en esa lengua, esa abrazo del ambiente con la palabra que es la poesía -que se escribe en las voces de esa gente común, la gente salvaje- es lo más hermoso de los pueblos. No se vive en la selva impunemente, es cierto. No se vive impunemente en el interior: adentro, bien adentro en el corazón de los países. Lejos de las urbes y el brillo y el progreso. Adentro, más adentro de los continentes.No se vive impunemente en la selva: unos pocos terratenientes y, bajo sus tierras expropiadas al monte, sustraídas de la sombra de los árboles, aplastadas para la siembra, los campesinos, los peones. Pero ya sabemos, donde hay trabajadores, hay un resquicio, una maleza que crece, que gesta en los corazones una ansia de insurrección.

Para no salir impunes de esta selva, me quedo con estar preguntas de La Mata: ¿cómo no tener orgullo?/ ¿cómo no unirse a esa inflorescencia,/ indestructible y bella? Y una invitación: escuchen los audios que acompañan el texto: los grabó mi amiga Macarena, ahora inmersa en la selva colombiana, donde convive con los monos aulladores y los saluda, seguramente, cada mañana. Grabó este sonido ambiente especialmente para la nota. Y a mí me parece que la abrazo entre la poesía, las flores y el bicherío.

 

 

 

 

 

 

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