Leer Feminista

Lo dañado es una joya

Notas de lectura sobre La mujer maravilla y yo, de Claudia Masin (Caleta Olivia, 2022)

por Camila Vazquez

Falleció Hebe de Bonafini, madre de la plaza y del pueblo. Leo en un posteo de La Tinta en homenaje a ella. Es la cita de una entrevista. Le preguntan allí cómo quisiera ser recordada: que la gente sepa que no soy la mujer maravilla, que cualquier mujer puede hacer esto que hago yo, que no precisás estudiar para hacer las cosas. Hebe dice “esto que hago yo” en referencia a luchar, a militar de modos inauditos en la historia argentina la memoria. En paralelo, releo La mujer maravilla y yo (Caleta Olivia, 2022), el último poemario de Claudia Masin. Leo también un posteo de la autora en facebook sobre Hebe. Subió la famosa foto: Hebe enrostrando la cara de su hijo desaparecido a los milicos, gritando con la garganta henchida y los ojos a punto de salírsele de los lentes. Y un comentario de Claudia que acompaña: “Si pudiera desear algo, desearía el 1 por ciento de esa valentía”. Cuentan que los pavos reales/ a veces se alimentan/ de serpientes, de plantas/ venenosas en la India/ son sagrados: esa es la fuente/ de su belleza, dicen, el veneno/ que es medina que es belleza/ el veneno vuelto plumas de colores/ tornasoldas que se abren (…), dice Claudia en este texto que dedica a una gran amiga suya.

Debo decirlo sin rodeos. No sé absolutamente nada sobre el mundo de lxs superhéroes, conozco de él las representaciones comunes: que en su mayoría, se trata de figuras norteamericanas; que están ligados a la historieta, que son un poco mutantes, mejores que los humanos, pero a veces padecen enfermedades a causa de su poder. Cuando era chica había muchas películas sobre superhéroes. Me acuerdo una de las primeras escenas de X-Men: una chica vuelve piedra a su novio después de besarlo. Me gustaban los X-Men, sobre todo su condición de rares, de perseguidos por mutantes. La historia de la Mujer Maravilla es linda. Se trata de una heroína nacida en el Amazonas del imaginario griego, de donde vienen las mujeres con una teta menos, arrancada para disparar la flecha -sin embargo, en las representaciones habituales, ella tiene las dos-. Pero no es la historia de esa mujer maravilla en la que me quiero detener.

Me pregunto apenas por el factor que hace de una mujer, una maravilla. Que despierta ese estado de desasosiego e inverosimilitud ante su grandeza, una criatura intermedia entre dios y los humanos. Hebe no quería ser considerada una mujer maravilla. Tampoco el yo lírico del último poemario de Masin espera esa categoría: las que estamos/ dañadas tenemos/ la capacidad de repetir el daño/ o revertirlo, ese es nuestro/ superpoder, si bien no somos/ precisamente heroínas, algo sabemos (…) Es desde el daño que han sufrido de donde extraen su fuerza. Que no tiene que ver con la fuerza de la guerra, con la fuerza que permitiría aniquilar a otro. Por el contrario, se trata de una fuerza corrosiva y sutil, rara, perseverante y prepotente, más cerca de la dignidad que de la venganza: Dicen que el acto/ más grande de desprendimiento/ que puede tener un pájaro/ con su cría recién nacida/ es tenerla en la boca para darle calor y no ceder/ a la tentación de comérsela (…). Las voces de este poemario, que en su mayoría hablan desde la voz de una mujer y se dirigen hacia ellas, son maravillosas porque, habiendo pasado por el yugo más feroz, llevado a sus muertos en la espalda, habiendo sido devoradas por el padre, castigadas por su rareza, hacen de la ternura, el deseo y el amor una cura. Una cura falible, una fórmula que no podría universalizarse, una cura que puede durar lo que dure, pero una cura que existe. Estas mujeres que aman y desean a otras no aprendieron sino de los bichos más huraños a restituirse entre ellas. Han sido las salvajes y las parias, han dicho que no, han virado de los pactos más crueles. ¿De quién iban a aprender estas mujeres sino de las yeguas, de los bichos del monte chaqueño, de los del Tíbet, de los perritos y los zorros, de las aves esplendorosas a resurgir de la mierda más hedionda en la que aprendemos tantas de nosotras a crecer y  a decir sí, a acomodarnos? No son heroínas, pero algo saben.

Me interesa, además, cómo son dichas, cómo se dicen estas mujeres. Como en otros poemarios de Claudia, ya sabemos nosotras también algo: la infancia, el daño, el amor, los versos arbóreos no nos abandonarán. En su escritura, estos ejes son lugares por los que la voz siempre pasa. Y de los que sale transformada. Esta poeta puede hacer de sus lectoras unas lectoras desahuciadas. No de cansancio, no. Es otra cosa. Una se desahucia leyendo porque los poemas tocan una fibra profundísima del dolor. Pero el dolor no es la casa de estos poemas. Estos poemas son como el pavo real. Nacen en el veneno pero hacen con él una metamorfosis. Crecen y crecen, se derivan. Casi que nos charlan a nosotras, a veces pegan el volantazo y el dolor está ahí, brillante, un talismán. La piedra que tenemos en nuestro cuello y nos recuerda de dónde venimos, cuánta magia, cuánta alquimia hemos hecho con la crueldad. Pero el dolor hace nido no solo en los acontecimientos más crueles de nuestra historia. También es ordinario, pequeño y cotidiano como dos amantes que pendulan en la cuerda floja, entre verse y estar ensimismadas: yo te prometo: lo que dure el viaje. mucho o poco,/ será inolvidable/ aunque tantas veces/ no nos veamos, metidas/ en el caparazón en el que cada una vino (..). Es la distancia de una amiga que tiene que dejarnos: Te voy a contar algo increíble/ hoy te fuiste y vinieron todos a buscarme,/ todos los animales de la estepa tibetana,/ de allá, de lo alto, de la tierra de las nieves/ pero si yo nací en Resistencia, les dije, ni saben/ dónde queda, demasiado al norte/ demasiado cálido, ustedes no pertenecen/ a mi hábitat, no pueden venir acá/ a acompañarme/ solo porque mi amiga/ se haya ido lejos y esté triste/ en particular, esta mañana. O es mítico, como la furia y el desacato de nuestras comandantes: (…)Decime/ de verdad te pido que lo pienses: para qué/ sobrevivir si no es/ para eso. Para ser esa yegua.

Las mujeres maravilla de este poemario son hechiceras: reparan como pueden. Son como el arcano del mago del tarot: tienen poco, pero con eso, hacen un mundo: (…) el comienzo de la civilización no fue la guerra,/ fue alguien casi animal, casi humano,/ que se quedó despierto vigilando el sueño de un herido. Se lamen como mamíferas entre ellas, se esperan, se acompañan. Aprenden de los más desposeídos sus gestos -sufrieron como ellas, tienen nada que perder, como ellas, son animales, como ellas mismas: (…) todo alrededor/ es más fuerte que un cuerpo/ humano, todo tiende/ a la disolución pero antes/ de darse por vencido/ se repara una a sí mismo una y mil veces (…).

Otra maravilla en este libro de mujeres maravillas, son las citas en los poemas. Un modo de conversar con otres y hacer del texto un espacio de diálogo. Por ejemplo, esta cita de Donald Winnicott, que me resultó tan provechosa y espero que ustedes también: El miedo al derrumbe es miedo a un derrumbe ya experimentado. Hay momentos en que el paciente necesita que se le diga que el derrumbe, el miedo que está destruyendo su vida, ya tuvo lugar.

Lejos de erigir una romantización de la mujer que lo puede todo, como quieren algunos discursos neoliberales, este poemario encuentra la joya en el amor a lo dañado. A las dañadas. Es un texto talismán por esa fe en lo que viene después de haber cruzado el averno. La piedra preciosa de una vida que se niega a la mansedumbre, como la vida de Hebe. Estas mujeres no pueden solas y está bien. Es junto a otres que se curan, que enfrentan al monstruo. Es el amor quizás lo que las impulsa a pelear contras las fracturas: las de un hueso, las de una vida, las de la memoria. No un amor rosa, sino un amor politizado. Un amor que se politiza porque se fuga del castigo que le han impuesto. Uno que asume el riesgo de amar lo que se ama: lo fallado.

Estas astillas dispersas por el texto, entonces, se hilan así: con el dolor de un pueblo, con el dolor de un corazón, algunas mujeres viran del destino de calma. Erigen un camino nuevo, digno y febril en su lucha sin armas, en su lucha por los Derechos Humanos. Las mujeres que no terminaron la escuela, unas amas de casa comunes y corrientes, gestan una política única de resistencia única en el país. Son fieras porque el orden contra el que lucha no es fiero: es cruel. Hacen de aquello por lo que se las consideró débiles, un arma: curar, cuidar, amar, contar una historia. Su propia historia. No desistir.

 

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