Leer Feminista

Solo el hombre que nada: pedradas contra el padre

Notas de lectura sobre el poemario Las astillas del pejerrey de Melisa Gnesutta

Por Camila Vázquez

I

Leo dos libros de dos autoras que se llaman Melisa a la vez. Una es mi amiga y es de ella que quiero hablar. Los dos tienen tapas violetas. Aunque no son del mismo género literario ni se semejan en sus temas. Me llama la atención una cita que figura en el ensayo Nena, de Melisa Febbos:

 

“Mi madre había querido tener una hija. Melissa, me explicó apenas tuve la edad suficiente, significa abeja. Después aprendí que era el nombre de las sacerdotisas de Deméter, diosa de la agricultura. Melissa, del griego meli, significa miel, como Melindia o Melinoia, los pseudónimos de Perséfone, la hija de la diosa.”

 

Sabemos que, luego de su rapto, Perséfone nos trae la primavera. Y luego vuelve al inframundo.

No voy a forzarme a entablar relaciones entre esta Melisa, la nuestra, con el mito. Ni con su libro.

En cambio me quiero quedar con estas palabras de la sincronía: miel, agricultura, abeja: nena.

 

 

II

No diría que Las astillas del pejerrey, editado delicadamente por Borde Perdido, es un libro dulce, como aquella miel. Anne Dofourmantelle encuentra en la dulzura una potencia. No el edulcorante, sino la sutileza, el detalle mínimo, el cuidado. Las astillas del pejerrey es, más bien, un reclamo contra este agravio: que un padre no sepa estar a la altura de ese limen pungente de la ternura,  como pide la hija. La potencia de la poeta, entonces, es hacer tajos sobre el linaje, porque de un tajo ha nacido: De cuál de tus escamas nací/ padre/ o fue de un anzuelo/ que me vine/ amojarrada y en un tajo. Y el padre contestará: No se cría a la hija/ como se cría un cordero/ con el animal/ uno se encariña sentencia aquel yo lírico paterno.

Diría que este es un libro sobre la aspereza, sobre el cariño que escasea, sobre la sequedad de las lenguas.

Como una agricultora en la cosecha, vi a Melisa trabajar paciente en esa imagen: las astillas. No las de la madera, sino las del agua. La imagen del sol estallado, esas partículas como de dios hechas espejismo en el agua. Y un hombre tras ellas. Y no cualquier hombre: un padre. Lo peligroso con las astillas del agua, así como las espinas del pez, es que no se quedan en las manos, adentro de la piel, como las de la madera. Estas hacen su punción en la lengua, la misma que habla el padre en este poemario. La lengua astillada y lejana que dicen los peces en burbujas bajo el agua.

La hija, en cambio, habla la lengua de las piedras. Es capaz de lanzar al padre el rudimento de sus rocas, es capaz de hacer un silencio mejor. No de pez, de piedra milenaria. Copia el silencio del padre, lo lleva al verso. Copia la escasez, la sequía del pescador, la lleva al verso: –Papá, tu silencio es un pantano, dice la hija en El canto de las piedras II. Pero ella no es anfibia. La voz de la hija es dura, es capaz de golpear: Cada hija/ cargará a su propio  padre/ hasta extirparle/ la piedra de su nombre. Todo este libro es un intento delicadísimo por sacudir a pedradas un linaje. Por desacomodar el pantano paterno.

 

III

De las astillas, este libro toma además, su forma dispersa. Encandila con el brillo de las imágenes del pez furtivo, del padre sediento de la sal y la carne magra del bicho, de la belleza en el nado de los varones. Y luego se disipa: no es dios ese destello precioso que se esfuma cuando amaina el viento sobre los lagos. Otra cosa es quizás, espejismos que hacen los movimientos sobre el rayo de la luz.

Pero decía que este poemario se astilla. Como si el agua fuera la sangre, este poemario la licúa, la punza. Llega la voz del padre, criado bajo el aleteo de pez, bajo su murmullo inaccesible, su lenguaje plateado, escamoso, que solo puede oírse bajo ese mismo manto: el de las lagunas. No aprendió el padre el código para llegar a la hija: Ya perdí mi nacimiento/ estoy lejos del origen/ y no me sé las respuesta, dirá. La hija daría todo por ser un elemento en el paisaje del padre: un jumecillo, un bosque de eucaliptus, un anzuelo, el pez escurridizo que lo llama: Después el agua/ como la cabeza de un recién nacido/ coronaba esa estepa y era/ tu regocijo/ padre/ tu dulzura volcada en el paisaje/ tu silencio todo. Pero en cambio, es piedra. No sabe, sin embargo, que su elemento terrestre la libera de aquel linaje, la hace rebelde y brava. Devuelve el gesto con ferocidad y una destreza : el cuchillo en la palabra afilado entre las mismas rocas: Así fueron esos días/ espumosos/ todo volcado al afuera/ ¿Adentro?/ un cuchillo.

Así fueron esos días y así, también, estos poemas. Pulidos, brillantes como las astillas, dolientes en la lengua, punzantes.

Tres fragmentos conforman este fractal: Sol estallado, la lengua del pez y Relicto. La hija que mira, el padre que se excusa, la hija que se desprende. Tres movimientos, tres brazadas en la espuma de la sangre.

 

IV

Hace algunos años, en una nota sobre el lenguaje inclusivo de El Gato y La Caja, leí la mejor analogía para pensar la lengua: un pez podría no saber que vive en el agua, hasta que salga de ella y se asfixie. La e o la x serían esas salidas, esas fracturas en el agua, es decir, en la lengua.

La voz del padre, en el poemario de Melisa Gnesutta, conoce solo la lengua del pez. Le ha venido, sin embargo, una hija  terrestre y en su nacimiento el padre ha quedado atrapado en la red del oxígeno. Padre e Hija no se entienden. Su lazo verbal está ajado, deshilachado como hilambres de tanza. Lo que pulsa, lo que pica en la caña de su lengua escueta, es un amor áspero, distante, que astilla a su vez la voz de la hija.

Es desde ese dolor que la hija enuncia. Enuncia y convoca el brillo: ese sol estallado también es suyo. Y lo reclama.

A diferencia de Perséfone, la hija no regresa al estanque. Convoca al sol en su desacato al padre.

Podemos enlazar este gesto en una genealogía de poetas a las que la que se une en su canto la voz de Melisa: Sharon Olds, Elena Anníbali. El amor hacia el padre es intrincado, áspero, a veces ausente. El edipo es brutal. A diferencia de Silvia Plath, más extrema – Papi: he tenido que matarte- nuestra poeta no pide la muerte, sino la fusta: Papá, voy a castigarte, dice con su boleadora de piedras esta hija.

 

V

Este verano fui a Villa Cañada del Sauce de vacaciones y pasé allí cuántos días resistió mi sueldo docente. El río Quillinzo es calmo y dorado. Es tibio. Las piedras relucientes se ven desde arriba. Es cuestión de nadar profundo y buscar la más hermosa. Ahora mismo, en el escritorio donde escribo, tengo de adorno una perfectamente redonda que extraje del cauce. Está manchada por las algas. Una mancha histórica que no quisiera borrar. Los días posteriores a mi llegada del viaje sentía olor a pescado en el cuarto. Era la piedra: apestaba. Temí que fuera un huevo cristalizado y que lo que acunara en mi escritorio fuera un lagarto o un animal mitológico. No ha nacido todavía. Pero sentí entonces su lengua, hedorosa, manifestando una ranura en el aire, hablando con el aroma. Es una piedra, como las de Melisa. Una piedra contra el lenguaje, contra la pesadumbre de los padres. Una piedra: brilla, se propulsa, convoca un poder.

 

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