Notas de lectura del poemario doble Guadal/ Cyborg de Elena Anníbali.
por Camila Vazquez
Encargo un poemario por internet a La Hojarasca Libros, una librería hermosa y cuidada de la ciudad de Córdoba. Ansío el libro y lo requiero antes de la fecha pautada de entrega porque me voy de viaje -lo necesito para hacer el viaje-. El libro llega y yo llego al destino del viaje. Voy buscando un monte tupido pero el monte que queda es ralo, una ladera de valle casi imperceptible de a momentos. Yo, autoproclamada atea, sé que busco en los libros y en el paisaje manifestaciones de dios, un destello de belleza en la llanura seca del capitalismo, en la llanura de soja, en su tierra reseca que se hace, con el guadal su nuevo cielo. En el monte ralo, entonces, dejo de esperar a dios, que ya no acude por estos lados, ni queda un rastro suyo ni de la divinidad infinita que pudo llegar a ser el Valle de Paravachasca en algún tiempo fortuito, con pobladores más religados con la tierra, menos occidentales que yo.
Si alguien ha leído estas notas, sabrá que me interesan no solo los libros sino los efectos de los libros. Me dirán animista, delirante mística de la literatura, pero la poesía es para mí como un eco en la ladera de la montaña o un gesto cuneiforme tallado sobre piedra. Al menos eso es lo que espero que la poesía me haga y este libro del que les hablo, un libro hermoso y doble de la poeta Elena Anníbali, me hace. Me interesan esos ecos en los cuerpos, en nuestra forma de mirar, una lectura material que afecta a lxs sujetxs. Nada de los detalles que les cuento están por fuera del acto de lectura.
Llevo mi ejemplar de Guadal, de un lado; y de Cyborg, del otro (Caballo Negro, 2022) al río Anisacate en La Bolsa. Ya los leí de un tirón previamente junto a un fueguito en la salamandra y ahora pretendo su relectura. Hay una correntada de viento helado sobre el río. Sin el viento helado, no habría chispas maravillosas, astillas, como dice la poeta Melisa Gnesutta, mi amiga personal. ¿Están las astillas de los dioses sobre el río o es el río que se prende, se afana de sí mismo?
Ahora vamos al libro. Después volvemos al río. Este libro doble es un objeto complejo: ¿qué grietas sensibles unen estas dos caras de la moneda?, ¿en qué punto Guadal y Cyborg se tocan, como finísimas puntadas de hilo?, ¿por qué vinieron juntos, como criatura de dos cabezas, y cada uno por separado?
Tanto en Guadal como en Cyborg se escucha la voz suplicante de Elena Anníbali. Se escuchan sus preguntas desesperadas hacia un dios mezquino, unos versos largos, evocativos, que nombran y llaman, traen al poema nombres particulares. Se oyen los caballos, las bestias más hermosas de todo el campo -se oye el trote de los jinetes del apocalipsis-; se oye no la grandilocuencia de un paisaje apacible, de un campo romantizado, se oye, en cambio, su precariedad, su vida sola, su tierra cuarteada, el lamento humilde de su gente, de sus hombres de manos engrasadas y sus mujeres, sus madres, sus amantes. Se oyen historias de amor metálicas en un mundo inhóspito, desolado, o asoleado por dos soles.
Cyborg abre sus compuertas con un epígrafe de Viel Temperley: Señor, mira mi cuerpo./ Mira mi cuerpo antes que yo lo llame/ y él me llame, gritándonos/ de lejos./ Mira mi cuerpo este animal antiguo/ como el río más antiguo,/ y joven, todavía, como el agua/ cuando aprendía a nadar/ sola entre cerros. En Cyborg, conocemos por fin el origen de un vocativo con el que algunos de los poemas de El viaje (Salta el pez, 2021) conversan a menudo: Neferet. Esta es la historia de ¿la última persona viva en esto que fue montaña y monte y caballos bravíos? y su amante sin géneros definidos, Cyborg, la propia Neferet. A lo largo de toda la obra de Anníbali, veníamos leyendo ya el lamento por las muertes que se cobra dios con la gente de campo, ya la sexualidad primera y panteísta en los estanques, ya la ciudad putrefacta y la muerte constante de eso que fue suelo fértil y ahora es monocultivo. No leíamos esto a modo de panfleto. Arriesgo que, aunque ideológicamente esté a favor de estas denuncias, la obra de Elena y la literatura en general, es política en tanto revela un reparto de lo sensible, muestra la fibra de ese dolor. Me gusta pensar que no hay metáfora en contar el campo o la falta de dios que es el neoliberalismo mismo. Cyborg nos cuenta el milagro y la desolación de un último amante bajo la tierra y su amada tecnológica. La vida del fin del mundo, en este poemario, se parece a la de los inicios, pero es más dura que la de los profetas: tiene el peso de la historia. ¿Quién podría olvidar la destrucción? las estrellas se mueven, el fuego/ se apaga, llorando te pido/ una vez más los caballos, Neferet/ y los caballos andan en tu memoria/ vivos, Nefert/ oh, tan vivos! Nace una amante en la lengua, nuestra Cyborg. Se aman entre las ruinas y no sienten ni hálito de la boca febril de lx otrx, y recorren la ciudad desértica, durante días, como lxs primerxs peregrinxs. El principio y el fin se tocan. Hay un hombre que no puede morir y unx cyborg que no morirá nunca. Cyborg recuerda al querido Eisejuaz, el indio mataco de Sara Gallardo, el indio alucinado de lengua entre los dioses paganos y el dios cristiano: no hubo criaturas humanas arriba/ no hubo criaturas humanas abajo, pasaron/ soles, lunas, no nadie hubo aquí/ responderé a mi nuevo nombre/ estoy para servirte. Pero estx cyborg sería un Eisejuaz del apocalipsis. ¿Dios será nuestro brote desesperado en la sal de campo y la ruina de ciudad, esa voz con la que hablamos cuando no nos queda nada, ni una certeza, ni una calma? En el fin del mundo, de un lugar que podría ser cualquier lugar de Córdoba, con sus campos, sus montañas, sus ríos y sus ciudades hambrientas, lxs amantes híbridxs claman por dios: enciende tus zarzas/ esparce la sal sobre estos campos/ pero la sal ya estaba esparcida/ y los campos estaban blancos/ de ceniza, estériles/ castos/ como un cachorro . En el final de los días hay un canto de cyborg, una canción de cuna: Gulsarí, suave potrillo, duerme.
Vuelvo a la escena de la lectura. Releo en el río Anisacate, el viento sopla sobre el cauce y me arranca el libro. Esto no es una licencia poética.El libro, del lado de Cyborg, cae en el curso. El agua está helada y no llego con mi cuerpo a recuperarlo. Con el libro abierto, se esparcen sobre el agua las flores que guardé dentro, un ramo que arranqué de Alta Gracia. Es una muerte hermosa la del libro, pienso lamentándome. Pienso en la banalidad del mal y saco una foto a la muerte del libro, a su paseo fúnebre. Veo cómo el agua abre lento los poros del papel, mientras que Guadal sobrevive, todavía seco. Me brota una esperanza y hago yo misma una fuerza ínfima sobre el río. Con mis manos hago un llamado dentro del agua helada, agito el agua hacia mi lado y Cyborg regresa. Me ayudo con un lápiz, trepada a la piedra, boca abajo, para rescatarlo. El libro está empapado. Pero es un Cyborg, hecho de tierra reseca, hecho de metal. Junto al fuego de la salamandra que la noche anterior me cobijaba en la lectura, Cyborg retuerce sus hojas y se seca, se le pega un poema que vino escrito con fibra por sus propios vendedores a modo de señalador. Una tinta sobre la tinta. Cyborg se hace un tatuaje. Para escribir esta nota releo el libro en su nuevo aspecto. Pienso en las conexiones sutiles entre la poesía y el azar, la única fuerza con la cobra magia la existencia. Un libro que abre con un llamado hacia dios, hacia el río. Unx Cyborg que se ofrenda a su cauce. Y de paso me río de mí misma, con estos versos de su contracara, Guadal: ¿No estaba/ todo eso antes, sin embargo, de mí, que miro y creo/ que lo real me dice cosas en secreto, como si fuera, yo,/ además de una ama de casa que se levanta temprano procurando, / con verdadera voluntad, que rinda el día en labores mínimas,/ un sujeto de verdadero interés en la develación o el alumbramiento/ de verdades trascendentales? Justo yo (…)
Y así, giramos el libro y damos con la cara guadalosa de este poemario, un mismo territorio para las personas desoladas, en su brote y en su sequía, en el presente, el pasado y el futuro, unas personas sin dios o con un dios mezquino. Unos hombres parcos y para adentro con su miseria y sus ideas sobre el suicidio -escribí ciudidio en el fallido- ; unas madres asombradas ante el milagro y la condena de una criatura nacida del propio cuerpo, una extrañamiento con los pliegues temporales, escritos ya en la juventud. Un lamento que pregunta, que enumera, como un aleph infinito de fatalidades y desgracias y olvidos de esta vida humana, arrojada al guadal sin sentido. En Guadal hay personas ordinarias sobre las que, por fin, alguien, una voz, repara. Y aunque no llevan nombre, son seres particulares: Ese hombre que sale a la noche con un cable en la mano/ y con la mano/ de untar grasa de cerdo en las correas, tomar la cuchara /y dar vuelta las hojas/ de mora buscando el gusano de la destrucción/ con esa mano, digo, ejecuta un nudo y prueba. O bien: Esa mujer que perdió a su hijo en el pozo, rodó/ por el ojo de la canícula (…) o Este hombre que vio salir una mariposa blanca/ de la boca de sus muertos (…). Las almas más sencillas afectadas por lo ominoso de la vida, por La Noche, como protagonista de esta parte del libro, ese descuido mínimo que se acumula y hace una joroba en las espaldas. Una vida sin claridad, azotada por el manto de guadal que cubre el cielo, donde no brota una vida maravillosa porque el pasto está yermo. Existencias sencillas que aún en el alud, en el desmoronamiento de la montaña, de las creencias y seguridades del mundo, escuchan a sus muertos y escriben; crían a sus chicos y escriben; suspenden por una noche más ese pacto con el cable, rezan. No para dar las gracias. No oran, claman. Desesperan. Y allí, en su llanto enumerativo y desolado, en su diálogo febril con algo que haga las veces de dios, se guarda la semilla de lo humano. Hacen falta más de dos para contar una historia y que sobreviva, hacen falta más de dos para que crezca una lengua. Una semilla es la literatura. La plantamos en el guadal para que los cyborg del porvenir lean de sus brotes las líneas amargas de nuestras comunidades.