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Las Invitadas: Elvira Orphee. Los ojos de la tigra

Por Camila Vazquez

Antes de escribir esta nota, supe su nombre.  Así se refiere  Sixto a Lala, la de ojos de tigra, en la novela Dos Veranos, de Elvira Orphee. Elvira Orphee tiene la agudeza de esos ojos, crueles y hermosos sobre el norte argentino: un espacio aún inexplorado por la Academia, olvidado por la civilización. Un espacio aún más salvaje que la pampa de  Sarmiento y Echeverría, porque es espacio del indio. Sabemos por los letrados blancos y varones que este país es pampa y es mar. Que su misma tierra indómita es madre de nosotres, les bárbares que de allí emergemos. Pero es un deuda le sujete aborigen: diche por los mismos blancos, si con suerte ha sido diche. Orphee, como Silvina Ocampo y Sara Gallardo es creadora de procedimiento: hacer voz. Hacer la voz. Inventarla si es necesario. Y elige, como Gallardo en Eisejuaz, reconstruir la voz de un indio. Pero esta vez, un indio niño. Otra preocupación que comparte con Ocampo: la infancia. Y entiendo aquí que hacer la voz es una operación política, una política de la literatura. Vale señalar que la reunión de esta tremenda tríada no es un recorrido propio, sino que, desde hace algunos años hasta acá, les lectores debemos el rescate de estas figuras a Leopoldo Brizuela. A él, gracias. Si pudieran leer su ensayo El derecho a leer a las mujeres, encontrarían allí un recorrido literario no del hombre que reconoce la grandeza de las escritoras, como al fin viéndolas, sino hallando en ellas un decir otro, otro lugar de enunciación, porque nadie escribe desde la nada como el genio creador del romanticismo. Se escribe también desde el género y decir género también es decir forma de ver el mundo, sensibilidad.

En Dos Veranos un narrador omnisciente se cuela entre la infancia y la juventud de Sixto. Casi podríamos decir que se trata de una novela de aprendizaje, de desaprendizaje, de un héroe pícaro, pobre e indio que es tomado como sirviente de una familia conservadora para cuidar a la postrada y padeciente madre. Pero su trayecto hacia la madurez le confirma que no hay lugar seguro para él en esa vida blanca y acomodada. El libro está organizado en dos partes: la primera, dedicada a la estadía de Sixto con la familia desgraciada; la segunda, la fuga de aquel seno. En la primera, conocemos a un Sixto irreverente, preocupado por el lenguaje: Sixto quiere saber cómo decir, le desespera no poder enunciarlo todo, el momento se le escapa. Conocemos a un Sixto desplazado: se sabe indio y pobre. Nadie en la familia es capaz de hallar en él una sensibilidad distinta: aún en la desigualdad, Sixto empatiza con la mujer más cercana a su entorno, la madre que cuida. La respeta. Es el único en la casa que oye con cuidado el pasado remoto de aquella enferma, que supo ser hermosa y deseada, quiso casarse con un médico, pero obtuvo a cambio un esposo que la olvidó en su postración y en su deformación: su cuerpo muta. Sixto detesta, en cambio, a su maestra negra, como él la llama. La novela está atravesada por una fuerte crítica a las instituciones: la familia, el matrimonio, la escuela. La escuela aparece como reproductora de las desigualdades sociales, como normalizadora y disciplinadora de lo diverso. Sixto es expulsado de ella, el segundo núcleo del cual será despojado -antes, el derecho a su identidad, a su cultura, a su cosmovisión-. Es expulsado por indio. Su maestra lo repudia.

Entre familia y escuela se genera un complot que lo recluye aún más: su maestra termina siendo amante de su patrón. En la ausencia de este, hijes, mujer y Sixto hallan espacios para la transgresión. Bajo la ausencia del patriarca, Sixto explora su cuerpo, la masturbación, el deseo, la configuración de una masculinidad que no podrá más que tejerse bajo los lazos de la violencia, esa que se asume como mandato para el ser varón, parafraseando a Segato. Fuera de los ojos del patriarca, Sixto tendrá sus primeros encuentros sexuales, que luego consumará con mayor violencia el verano siguiente. Su primer contacto con un cuerpo deseado será con Lala, la tigra, una de les tres hermanes que viven en la casa. Lala vive su feminidad de manera no hegemónica: es más audaz que los varones y no tiene piedad. Por eso es tigra: bella y peligrosa, sitúa a Sixto frente a un abismo. Ese verano, bajo el río y el calor agobiante del Norte, Lala y Sixto se tocan. Primero se pegan, porque así juegan, no sin violencia: «(…) Algo insólito le ocurre; siente por dentro los mismos movimientos que hacen las estrellas. Lo siente sobre todo en las piernas, en el vientre. Y no son las estrellas que palpitaban en su enfermedad; es otro latido. Un ritmo de salpicaduras. Para anular sus movimientos Lala se le enrosca al cuerpo. Como si se tratara de una lonja quemante de un látigo, Sixto se desprende breve y feroz.» Luego, al ver a Sixto con los ojos de su clase,  Lala perderá cualquier interés y deseará que se vaya de su casa.

Sixto padece su raza: es indio y se sabe maldito. Al inicio de la novela piensa: «A alguien de mi familia lo debe haber picado una víbora. Desde que amanece estoy rabioso». Ese signo aleatorio presenta un forma de percibir el mundo no mediada por la racionalidad occidental. Sixto sabe que piensa distinto, que siente distinto, que habla distinto. Lo padece porque su raza es condenada por el blanco y recluida a la pobreza. Sixto es malo para los ojos del blanco. A menudo, una voz de mujer, la voz de María, lo incita al pecado. María es un fantasma o un espíritu que sólo él oye. Pero eso que se lee como pecado, es la burla al sistema que lo oprime: Sixto roba. Y el robo lo expulsa de aquel espacio familiar de la opresión.

En la segunda parte Sixto se vuelve más violento. Rico y fugitivo hace alarde de su dinero, lo  gasta en hoteles. Sixto viola mujeres, las fuerza a que tengan sexo con él. Y comienza  a reproducir una violencia que hubo aprendido. Creo que más que hacer una lectura moralista del texto, prefiero pensar cómo ese entramado da lugar a la configuración de la masculinidad desde la escritura de una mujer.

Sin embargo, lo que más me interesa, como dije, es que la autora se detiene en un espacio y en un habla no muy explorados en nuestra literatura. El narrador en tercera, aunque no sin cierta distancia lingüística, presenta las voces de estos personajes de algún sitio en el Norte, que, por la procedencia de la autora, podríamos confundir con Tucumán. Estas voces piensan y dicen. Lo que piensan y lo que puede enunciar no siempre se corresponde. Esto deja lugar para la incorrección, para el humor, para la ironía. La voz de Sixto tiene un canto. Se entremezcla la j hacia el final de sus frases. Puede oírse.

El territorio no aparece a modo naturalista de mera descripción. Más bien, se lo reconstruye desde indicios: las enfermedades que azotan a un espacio recluido a la pobreza estructural, el paludismo, el mal de chagas. Y el calor, siempre el calor, la desolación: «A la siesta sopla el Zonda, como se lo imaginó. Hace un calor sin remedio, sin esperanzas. Quizá llueva una sola vez en todo el verano.

Entonces se hincharán los ríos y quedarán destruidos los caminos. Eso será lejos; allí la lluvia del verano no pasa de unas cuantas horas. Pero por los diarios se enterarán de que en otro rincón de la provincia la creciente ha causado grandes destrozos. Para ellos la única diferencia que trae la lluvia son dos o tres días sin sol y el olor esperado del poleo y el tomillo.»

Elvira Orphee nació en Tucumán en 1930. Estudió letras en Buenos Aires. Publicó Dos Veranos, su primera novela, En 1956. Con apenas 26 años. Vivió en Roma. Fue amiga de Cortázar, de Calvino. Trabajó como editora en Gallimard.

Para el momento de la publicación del título que acá comentamos, la novela indigenista ha dejado de ser una preocupación, nuestro país ha aniquilado a sus pueblos originarios y la literatura se dirige hacia el llamado boom latinoamericano, un momento de expansión, pero también de invisibilización de las autoras mujeres. Las autoras, esas extranjeras, como dice Genovese. Dentro y fuera de las estéticas imperantes: ¿por qué Gallardo y Orphee coinciden en retomar una voz olvidada cuando sus contemporáneos varones exploran otros procedimientos narrativos en pleno Boom latinoamericano?; ¿por qué son autoras las mujeres las que dejan lugar en sus obras para la reconfiguración de voces olvidadas?

Creo que hay que leer Dos Veranos porque su autora realiza la operación de crear una voz ficcional y narrar desde allí la configuración de una masculinidad que padece y a la vez reproduce los mandatos que le impone su género. A la vez que presenta un personaje que es construido por los blancos como la alteridad y a quien familia, escuela y vínculos tallan como si su sensibilidad y su forma de habitar el mundo fueran las equivocadas.

Dos veranos fue reeditada por Eduvim en 2013,  dentro de la colección Narradoras argentinas, que trae a la lectura a  autoras olvidadas. Orphee también publicó  las novelas Aire tan dulce (1966), luego reeditada por Bajo la luna. Además, publicó los títulos  En el fondo (1969); Su demonio preferido (1973); La penúltima conquista del Ángel (1977); La muerte y los desencuentros (1989); Basura y luna (1996) y los libros de cuentos Las viejas fantasiosas (1981) y Ciego del cielo (1991).

Camila Vazquez: °Escritora. Integrante del colectivo cultural Glauce Baldovin https://glaucebaldovin.wordpress.com/

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