Es este perfil me toca de cerca: en el territorio y en el recorrido lector, personal y colectivo. No en cualquier lectura: en la lectura decisiva, la que guía el curso de las próximas, las que determina un sentir, el de no saber tan claramente qué es la poesía, pero de reconocer su curso vivo cuando se está frente a ella.
Glauce Baldovin nació en 1928 en Río Cuarto, y falleció en Córdoba en 1955. Fue la primera
poeta de cordobesa, así dijo Julio Castellanos, lector y editor de su obra. Poeta y no -ni nunca más- poetisa: no el sentimentalismo íntimo, la vida privada y amorosa, rosada, a las que durante mucho tiempo se nos recluyó a las mujeres. Glauce: decidora. Glauce, poeta del espanto, del dolor, pero también del sol filtrándose en el campo, en los objetos, de la pequeña ternura, de la memoria que se teje, como la madre que teje un sweeter para su hijo. Y digo tejer -ese verbo vapuleado por los telares de la abundancia- porque Glauce tejía. Así me lo contó una mujer cuyo nombre no recuerdo, pero que entonces conversó conmigo en un stand de editoriales independientes en la Feria Filloy a fines del 2017. Glauce había sido su amiga de tejido, ella la conoció cuando la poeta tramaba un pullover para uno de su hijo Claudio, que moriría en un accidente. Antes, su hijo Sergio había desaparecido bajo bandera en 1976.
Hablaremos del dolor, sí. Pero con justicia, buscaremos hilvanar una memoria que narre su figura y obra por fuera de los reductos que la colocan otra vez en el lugar de la poetisa padeciente.
Glauce militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores y luego en el Partido Comunista, del que más tarde se alejaría. Su obra puede leerse bajo ciertos rasgos de la poesía del 60’ y del 70’ en Argentina -una que “saca” la literatura la calle, que hace del habla popular un gesto estético, que deja de ser un mero artificio vanguardista para hacerse eco del compromiso político-. Pero su poesía no es un panfleto. Y de aquel fulgor de las banderas conserva la potencia, pero no la reducción. Poemas simples y medidos, plagados de referencias al vasto canon personal que nuestra Glauce lectora traza; pero también, dotados de una conexión con las cosas de la vida práctica y cotidiana -la cuchara, el alacrán, la vaca, el potro, las hierbas del campo-, no objetivista, sino, más bien, panteísta, de una relación vital con el mundo. La publicación de su obra completa por la editorial cordobesa Caballo Negro me resulta aire fresco entre tanta poesía estrecha que parece reavivar la antigua discusión sobre forma o contenido. La obra de Glauce es ambas. Hablar del dolor personal, para hablar del dolor de un país, para elevarse, como una poeta lírica, a los problemas universales. Lirismo: adjetivos que pueden usarse porque se sabe cómo, porque se tuvo el rigor de años de lectura y de escritura de borradores que pulularon por aquí y por allí, en manos de poetas amiguxs y aprendices, discípulxs. Así fue su llegada a la edición: después de años. Y muchos años más faltarán para que se la lea con la minucia que su obra merece. Su ciudad natal, Río Cuarto, tiene apenas una calle de tierra con su nombre en las afueras de su circuito.
En consonacia con lo sostenido por poetas cercanxs a ella, amiguxs y editores suyos, me rehúso a leer en su obra solo signos de dolor: los hay. El dolor es parte de la vida y esta sentencia resulta una obviedad. Pero, como dije, la poesía de Glauce encuentra sol entre las rendijas -lo encuentra sin embargo, con esa conjunción que da título a uno de sus libros- y esta es la poesía que quiero rescatar. Glauce explora el dolor, el amor y la plenitud con la misma profundidad, sellando con fuego cada aspecto vital, así es su poesía. Amargura, amor, dulzura, memoria.
También puedo hablar aquí sobre su alcoholismo. Podría decir que el dolor fue tanto que no tuvo remedio. Pero no me interesa reavivar mitologías literarias sobre el ser poeta y ser mujer. Tengo anécdotas para contar, porque escritores cercanxs nos ayudaron -a mis compañerxs del Colectivo y a mí- a reconstruir mediante relatos una incipiente biografía testimonial, como pequeño gesto de memoria sobre la cultura local. Era alcohólica, sí. Recordar ese aspecto no es amarillismo. Pero la insistencia en determinados rasgos de una personalidad pueden permitir, en este caso, reforzar la imagen de una escritora bajo las curiosidades que se le exigen a las poetisas, que parecen suicidarse por amor y condenar sus obras al lamento eterno.
También podría hablar del premio que habría o no habría ganado por Casas de las Américas -existe disenso en torno a este punto- y la Dictadura le hubiera impedido tomar. Pero no me importan los premios: prefiero insistir en que debemos leerla y su obra debe circular como invaluable sentido simbólico en la poesía de nuestro país. Por su capacidad de reunir compromiso, lirismo y despojo -ese arrebato que no es solo gesto escritural, si no marca en su biografía-. Pero también, por haber sido «madre» poética de tantas otras preciadas voces que hoy leemos: Eugenia Cabral, Elena Anníbali, Patricio Emilio Torne, entre otras.
Glauce intervino en revistas literarias locales como Mediterránea y Vertical. Fue una lectora voraz y una escritora autodidacta, tal como afirma la solapa de su obra completa. Publicó su primer libro, El libro de Lucía- en 1987. Su obra completa reúne títulos editados décadas siguientes, antes y después de su muerte, y libros inéditos.
En La invitada la nombramos Nuestra Señora del Fuego. No como gesto de pleitesía, sino como gesto pagano de devoción por una figura. También, como gesto de humor contra las políticas patriarcales y sublimes que forjan el canon de los grandes escritores. Decimos que es Nuestra Señora del Fuego -haciendo mención a uno de sus poemas- y le pedimos que nos infunda su fuerza, para leer la literatura y la política con ojos agudos, firmes, precisos y preciosos. Para que el decir poético acuda a nosotrxs sin la estrechez de los panfletos, por fuera del sentido común y de los designios estéticos y unitarios de la grandes capitales. Este otro campo que canta Glauce, esta otra pampa insurgente y lírica, contra toda soja y todo viento y todo olvido. Glauce dice en el poema XX del Libro de Lucía: Mi canto es como el canto de las cigarras./ Me tiro al pasto, justo donde picotean las gallinas, y canto./ El sol me hace cantar,/ la lluvia, la tierra, la vaca, el potro./ Todo en fin cuanto amo./ Y aunque son breves, estos momentos de alegría,/ breves y espaciados,/ por estos solos momentos, no me gustaría morirme jamás.
Camila Vazquez
Profesora de Letras e integrante del Colectivo Glauce Baldovin.
*La fotografía de la poeta que aquí figura fue tomada por Bibiana Fulchieri, autora de El Cordobazo de Las Mujeres-Memorias.