Cultura

La niña santa: Samanta Schweblin

Por: Camila Vazquez°

Contar algo fantástico como si fuera algo simple, así escribe Samanta Schweblin. O, tal vez, lo fantástico sea algo simple, si es que lo fantástico es algo, pero las capas de nuestro entendimiento consideran que es más bien un sentido vedado, mágico, improbable.

Voy a usar la primera persona para hablar de esta autora, pues sus cuentos han calado en mí no solo como algo hermoso, si no como una terrible y aguda forma de ver el mundo. Lo digo en serio. Antes de esta, he probado varias versiones, no sin fracaso, para el perfil semanal de Nuestras Santas, y no he podido dar con el tono de los perfiles anteriores: es que se trataba de mitos, me digo. Mujeres cuya historia ha sido construida en torno al chisme y la tradición, su pasado heráldico y su distinción social, etc.

Pero cómo beatificar a una viva: más bien, un milagro, una narrativa milagrosa en el campo minado del realismo. Una veta que resurge como agua peligrosa, anunciada antes, en la generación de Sur. Y cuando digo beatificar me refiero a una operación irónica: nadie cree aquí en lxs genixs creadores -esa institución del romanticismo-. Creo, más bien, en el trabajo de la escritura, en la necesidad de disputar poder a los grandes relatos y las grandes estéticas que imperan en el canon de nuestra literatura. Y creo que al sentido patriarcal le falta humor: entonces, seamos paganxs. Entonces, beatifiquemos, seamos saturadxs, enfloradxs,  llenas de velas, encomendemos nuestra lectura y nuestra escritura a santas paganas, capaces de profanar el sentido común.

La obra de Samanta me deslumbra. Tanto que he elegido sus cuentos para el desarrollo de una tesis de licenciatura -aún en curso-. Tienen una prosa seca: casi no hay adjetivos, y las oraciones breves se suceden, avanzan. Siempre avanzan. Pero no en un sentido lineal, sino hasta llegar al núcleo, al centro gravitatorio donde falla la racionalidad. Ya no como en Cortázar, o en Silvina Ocampo -Oh, Santa señora de Las Infancias Perversas-, persiguiendo unos planos que colapsan, que se entrecruzan. Sino hallando lo fantástico aquí, en este plano, ahora mismo. Así de increíble. Sin magia. No. Eso que llaman magia es la negación de un conocimiento, aunque magia es una palabra muy bonita. Ahora mismo sucede lo fantástico: las niñas hermosas y calladas comen pájaros vivos, las hijas se vuelven mariposas, indias y viejas; las familias engendran amores violentos y extraños; las mujeres comen a sus hijxs, lxs congelan, lloran infinitamente, aman criaturas mitológicas, desean enfermas maternar; los trabajadores pierden trenes para siempre; se matan perros porque sí. Pero todo siempre está a punto de ser peor. El núcleo del disturbio no es solo el nombre de su primer libro: es el mecanismo narrativo de sus cuentos. Hallar una veta de falla, exhibirla sin vueltas, por más absurda, por más incómoda o improbable. Lo fantástico ocurre y está en nuestra forma de amar, en nuestra forma de comer, en los mitos femeninos que encarnamos las mujeres, por más anquilosados, por más antiguos que sean,  peor también, en nuestra capacidad de subvertirlos. Lo fantástico en Samanta no es solo el sueño hippie de una realidad menos estanca: es una realidad menos estanca, pero también, menos encantadora, más incómoda y más plural. La obra de Schweblin problematiza el género en tanto construcción cultural, no ya desde la orientación sexual de sus personajes, en su mayoría mujeres, si no en su expresión: se es niña y vieja simultáneamente, se cuestiona el especismo, no comiendo de manera menos nociva para el ambiente y los animales, sino comiendo animales vivos, se cuestiona la maternidad devorando al hijo a no deseado, o bien, se explotan los atributos aparentemente femeninos hasta el punto de extrañarlos -¿era esa hermosura, esa fragilidad, lo fabuloso de asumirse mujer?-.

Samanta Schweblin nació en 1978 en Buenos Aires. Allí estudió cine y televisión -tal vez, de allí mismo provenga su capacidad de gestar cuentos en imágenes y ritmos narrativos así de ágiles-. Fue tallerista de la enormísima Liliana Heker -Patrona de Patronas- a quien impunemente hemos salteado en esta constelación profana de escritoras. Y este dato es relevante, pues si hablamos de redes, quién mejor que esa maestra para el conocimiento de la maquinaria fabulosa y extensamente cosechada en esta literatura que está enferma de historias, entonces se desarrolla también en torno a la tecnología que mejor articula su funcionamiento: el cuento. Ha publicado tres libros de cuentos -el género que en verdad me cautiva de su obra-: El núcleo de disturbio (2002), título con el que ganó el Fondo Nacional de las Artes en 2001 -ese momento de muerte física y simbólica de nuestro país- y el premio Haroldo Conti -ese escritor amado del campo popular-. Su segundo libro, Pájaros en la boca (2009), fue distinguido por el premio Casa de las Américas. En 2012 ganó el premio Juan Rulfo de cuento. Recomendamos especialmente la lectura de estos dos primeros. En 2015 publicó Siete casas vacías, su último libro de cuentos, que ganó el Premio Internacional de Narrativa Breve Rivera del Duero. Su primera novela, Distancia de rescate (2014), ganó el premio Shirley Jackson y en 2018 publicó su última novela, Kentukis. Estos dos últimos títulos cruzan los bordes entre lo fantástico y la ciencia ficción.

Al fin terminé de escribir los premios que ganó esta mujer. La parte protocolar de por qué leer a unx autorx según el criterio de los premios me aburre. Son premios prestigiosos, claro. Es fundamental y necesario que los reciban las autoras mujeres y las disidencias, claro. Pero son el criterio para las grandes editoriales para publicar autores, un criterio un tanto capitalista.

Quiero pedirles que lean a Samanta, además de sus premios, porque su literatura cuestiona eso que entendemos por real, y porque abre en eso otra puerta, no tan lejana ni hermosa como en Cortázar -hasta ahora, no he vomitado conejos ni he sido asesinada en un sacrificio azteca boca arriba-, pero en cambio, encuentro el absurdo en cada orden. Y ese estado de extrañamiento se lo debo a la literatura fantástica que tanto he leído.

 

°:Camila Vazquez, profesora en Lengua y Literatura. Integrante del Colectivo cultural Glauce Baldovin.

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